La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

miércoles, 24 de junio de 2015

Chistes


Desde el linchamiento de ese concejal madrileño vivo atemorizado. Llevo varios días repasando mis cuentas de Facebook y de Twitter por si las moscas (a saber qué perlas habré soltado por allí que ahora no recuerdo). En los primeros tiempos de internet creíamos que la red era un espacio conquistado para la libertad. Pero resulta que estábamos equivocados. Internet es el archivo de nuestros pecados, o por lo menos en eso se ha convertido en esta época de biempensantes e inquisidores. ¿Cómo era aquel chiste que conté aquel día en el Twitter? ¿Era sobre gays? ¿Sobre inmigrantes? ¿Sobre catalanes? Lo triste es ni siquiera me acuerdo, porque el día del chiste funesto había estado de fiesta hasta las tantas y volví a casa con el ánimo un tanto transgresor. Ahora temo que ya nunca podré dedicarme a la política. Pero casi me alegro, porque al parecer para ser político hay que convertirse en un tipo aburrido de esos que jamás se relajan y siempre dicen lo que toca. Prefiero de largo a la gente que se expresa y actúa con naturalidad, a quienes son capaces de soltar algún disparate de vez en cuando, sobre todo si lo hacen con gracia. Tengo un amigo especializado en contar chistes machistas. A mí me parece un tipo estupendo, pero a lo mejor debería venir alguna militante feminista para sacarme de mi error. Me gustaría que quienes deciden dónde están los límites publicaran algún manual de instrucciones, porque lo cierto es que sin reglas va uno como a ciegas. Por ejemplo, ¿se puede contar chistes sobre inspectores de Hacienda? ¿Y sobre curas? ¿Y qué me dicen de los políticos? ¿Es lícito contar chistes sobre políticos o hay que respetarlos en tanto que minoría que son, igual que a los leperos? Por cierto, ¿saben ustedes cuántos políticos hacen falta para apretar una bombilla?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 19/6/2015

PAEG


Los alumnos que han terminado 2º de Bachillerato han estado ocupados esta semana con los exámenes de PAEG. Hace apenas quince días los veíamos estrenando corbata y modelitos en sus ceremonias de graduación. Ahora no les ha quedado otra que volver a asumir su condición de estudiantes y enfrentarse a esas pruebas de las que (llevan años oyéndolo) tanto depende su futuro. Qué paradójico resulta que unas pruebas tan decisivas tengan los días contados, y que dentro de dos cursos vayan a sustituirse por algo completamente distinto que va a llamarse reválida de bachillerato. Rizando el rizo, y si hubiera algún cambio de gobierno de por medio, hasta puede que esa reválida sea reemplazada por otro invento alumbrado por algún pedagogo que jamás sostuvo un trozo de tiza en las manos. Yo lo único que espero que a los chicos les vaya bien, a pesar de todo. Pero la esperanza es un sentimiento que sale gratis, mientras que los efectos de la realidad pueden pagarse muy caros. Por ello me da mucha pena (uno tiene su corazoncito pese a los rumores) ver a nuestros alumnos convertidos en víctimas y rehenes de estos vaivenes en legislación educativa que siempre se gestan a espaldas de los auténticos actores de la educación, es decir, los alumnos, los profesores y las familias. La consigna del gobernante de turno parece ser cambiar las leyes para que todo siga igual, perpetuarse en el error, en la incoherencia y en la arbitrariedad. Pero no es a golpe de ley orgánica como se cambia la realidad educativa de un país, sino a base de sentido común, de inversiones y de respeto por los educadores y los alumnos. Hasta entonces, mucha suerte, chicos. Por desgracia, y estando la PAEG como está, vais a necesitarla.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 12/6/2015

miércoles, 10 de junio de 2015

Cocineros


De un tiempo a esta parte, cada vez que enciendo la televisión me aparece un show culinario. Si llevo bien la cuenta, de MasterChef se emiten la versión española, la norteamericana, la italiana y, en el colmo del exotismo, incluso la australiana. En cuanto a Alberto Chicote, se trata únicamente del trasunto nacional (e igualmente malhablado) del escocés Gordon Ramsay. Pero ¿qué ha pasado para que ciertos cocineros se hayan convertido en megaestrellas? ¿Cómo es posible que los programas de cocina acaparen tiempo de programación en hora de máxima audiencia, en detrimento de las películas y las series? Yo creo que lo que convierte a estos programas en espectáculo no es su carácter didáctico, sino la atracción morbosa que ejerce en el espectador la contemplación del fracaso ajeno. Cuando vemos cómo un restaurante se va a pique o cómo expulsan a un participante de un concurso de cocina empleando los términos más vejatorios, nos provoca placer el hecho de no tener que pasar por ese trance, la libertad de poder ir a nuestra cocina y perpetrar una paella o una tortilla de patatas sin tener detrás a un impertinente que nos ponga a parir (salvo algún cuñado o similar al que siempre se le puede mandar al guano). Nunca he creído en la cocina como manifestación cultural, y la idea de equiparar un guiso, por sofisticado que sea, con un buen libro, con un cuadro o con una canción me parece sencillamente aberrante. Pero en estos tiempos confusos todo se trastoca, y si un tarugo que le da patadas a un balón puede adquirir categoría de héroe, ¿por qué no elevar a un cocinero al rango de gran artista? A este paso me veo a los virtuosos de la música clásica cambiando el frac por el delantal y aprendiendo a hacer croquetas. Total…

Publicado en La Tribuna de Albacete el 5/6/2015

Chivos expiatorios



En un instituto de Madrid se ha suicidado una chica que era víctima de acoso escolar. En estos casos el dolor y la indignación son comprensibles. No me parece explicable, sin embargo, el ansia de ciertos medios de comunicación por ofrecer carnaza a los espectadores cualquiera que sea el suceso que se cubra, pero de modo muy especial si afecta al entorno escolar y participan en él las nuevas tecnologías. Hace unas semanas vimos cómo un grupo de profesores eran sometidos al linchamiento mediático por los comentarios que habían realizado en su grupo privado de Whatsapp. Al informar sobre el caso de esta niña madrileña, lo primero que los medios reflejan es la pasividad del equipo directivo y de la orientadora del centro, su ineptitud para atajar la situación, con la trágica consecuencia del suicidio de la menor. No han faltado, por supuesto, las declaraciones de los compañeros y de algunos padres: «¡Sí, claro que lo sabían! ¡Y no han hecho nada!» Y una vez encontrado el chivo expiatorio, a otra cosa. No conozco el instituto en cuestión, pero teniendo en cuenta que se encuentra en el cinturón obrero de Madrid y que alberga nada menos que a 1.200 alumnos, no me resulta difícil imaginar las condiciones en que allí se trabaja. Por otro lado, ya nos parece natural que a los chicos se les permita ir siempre pertrechados de su móvil, artefacto que en manos de los adolescentes se ha convertido en una especie de caja de Pandora, y que en el caso de ciertos torturadores profesionales puede ser la herramienta perfecta con la que practicar el acoso y la violencia. Nadie cuestiona la labor educativa de los padres que costean alegremente esos dispositivos y no saben cómo poner límites a sus hijos. Teniendo un grupo de profesores a mano para que carguen con el mochuelo, cualquier otra consideración está de más. 

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/5/2015