La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 23 de mayo de 2014

No dono mi cuerpo a la ciencia


Lo publicó un diario nacional a principios de esta semana. En la versión on-line del periódico había incluso un breve vídeo acechando tras la advertencia de que las imágenes podían herir la sensibilidad del espectador. Lo mismo se debería haber avisado al comienzo del reportaje escrito, porque hay horrores que no necesitan de imágenes para herir sensibilidades, horrores de tal magnitud que el lenguaje basta para evocarlos en toda su crudeza. En la Facultad de Medicina de la Complutense hay un sótano donde los cadáveres se amontonan sin orden ni concierto, mezclados en informes pilas de carne atormentada, despedazada y empapada en formaldehído. Son los restos de unas 250 personas que, llevadas por su generosidad, «legaron su cuerpo a la ciencia». Entiéndase por ciencia en este caso las prácticas de disección de los alumnos de medicina. Y no está en mi ánimo poner en duda lo que pienso que suscribiría cualquier docente de futuros médicos: quienes van a dedicarse a curar los males del cuerpo deben tener la oportunidad de hundir sus manos en cadáveres reales, porque no hay lámina ni modelo anatómico que ofrezca un testimonio más veraz de lo que bulle debajo de nuestra piel. Hasta el pellejo ocre y correoso de las momias se parece más a nosotros que la más perfecta simulación informática. Quienes se prestan a que los estudiantes de anatomía hurguen en sus despojos merecen toda nuestra gratitud. Son los más generosos de los donantes de órganos porque han decidido regalarlo todo, su envoltura terrenal al completo. Sin embargo, no podemos evitar un escalofrío al recordar aquellas páginas de Pío Baroja en su novela El Árbol de la Ciencia. Andrés Hurtado, el protagonista, estudia medicina en la Complutense y Baroja, con el naturalismo más descarnado, nos habla de las prácticas de disección en aquella universidad decimonónica que él tan bien conocía: «La mayoría de los estudiantes ansiaban llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo en los cadáveres, como si les quedara un fondo atávico de crueldad primitiva. En todos ellos se producía un alarde de indiferencia y de jovialidad al encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban allá.» Unas líneas más adelante, el novelista describe el depósito al que los cuerpos ya usados eran trasladados con pocos miramientos: «La impresión era terrible; aquello parecía el final de una batalla prehistórica, o de un combate de circo romano, en que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos.»
Recuerdo que leí El Árbol de la Ciencia cuando estudiaba bachillerato y que este pasaje me sacudió en lo más profundo. Lo que no podía imaginar era que, tantos años después, un reportaje de prensa sacaría a la luz que en la universidad española de principios del siglo XXI sigue existiendo al menos uno de esos macabros pudrideros que Baroja empleó como alegoría de la España más atávica y terrible. Las imágenes del reportaje evocan los campos de exterminio nazis o las matanzas más sangrientas de la guerra de los Balcanes. Sin embargo, fueron tomadas hace apenas unas semanas en el Departamento de Anatomía y Embriología Humana II, que forma parte de una institución tan noble y tan necesaria como es una facultad de medicina. No es extraño, así pues, que algunos familiares ya hayan exigido que les sean devueltos los cuerpos de sus difuntos, cuyos pedazos ni siquiera están identificados.
No hay excusas. Ni la escasez de fondos ni los recortes ni las trabas sindicales sirven para digerir semejante monstruosidad. Siempre he pensado que el grado de civilización de una cultura se puede calibrar según el trato que esa sociedad dispense a sus difuntos. En el pasado, el respeto hacia los muertos y los ritos en torno a la muerte eran los mejores criterios para diferenciar a los pueblos civilizados de los bárbaros. Qué pena descubrir que en los sótanos de una de las instituciones más emblemáticas del mundo civilizado, allá donde menos cabría esperarlo, se ocultaba la barbarie.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/5/2014

viernes, 16 de mayo de 2014

Eurovotator 1.4


Hace unos días me topé con un enlace curioso. Se trataba de un programa on-line que, mediante una encuesta, permitía al usuario determinar su grado de acuerdo con los programas electorales de los distintos partidos políticos que concurren a las Europeas. Me pareció interesante, pues no recuerdo haber leído nunca un programa electoral ni conozco a nadie que lo haya hecho. Además, las preguntas no eran en absoluto triviales. La encuesta arrancaba con la  contundente afirmación, «España debería abandonar el Euro como moneda nacional», sobre la que había que manifestarse conforme a una escala de cinco opciones, desde «totalmente de acuerdo» a «totalmente en desacuerdo». Un poco después la cosa se complicaba, pues el encuestado debía manifestarse sobre si los tratados de la UE deberían aprobarse en el parlamento y no en referéndum, duda que jamás me había asaltado, y eso que cuando se firmó nuestro tratado de adhesión yo era un mocito y ahora peino canas. Las siguientes preguntas me sumieron todavía más en la perplejidad, como por ejemplo la que pedía mi parecer sobre si, para solucionar las crisis financieras, la UE debería poder endeudarse, al igual que hacen los Estados. Me dio miedo ser un perfecto analfabeto político y empecé a tener dudas sobre si el sufragio universal era una buena idea o si el derecho a votar en las elecciones del 25-M debería restringirse a quienes puedan acreditar un máster en políticas económicas comunitarias. También empezó a rondarme la idea de que las cosas que se cuecen en Bruselas están muy alejadas de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos, aunque no hay un solo anuncio de propaganda electoral en el que no se nos asegure lo contrario. Por fortuna el cuestionario se fue volviendo menos exigente. «¿La competencia de libre mercado hace que el sistema de salud funcione mejor?» «¿El Estado debería intervenir lo menos posible en economía?» Esas cosas ya me sonaban más a la madre de todas las preguntas, que no es otra que «¿es usted de izquierdas o de derechas?», y comencé a sentirme más a mis anchas, porque sé cómo responder a eso desde que era un crío.
Por fin terminé el cuestionario y aguanté la respiración mientras el programa hacía sus cálculos. Y entonces comprobé con estupor que el resultado estaba muy lejos de lo que a mí me habría gustado. No solo el partido al que pienso votar ocupaba el sexto lugar de la lista (por detrás de agrupaciones de las que apenas sé nada). Descubrí, además, que la opción política más en sintonía con mis ideas es aquella a la que hice solemne juramento de no volver a respaldar bajo ninguna circunstancia. Fue como averiguar de repente que uno no es quien pensaba ser, sino que en tu interior habita un pardillo o un borrego. Traté de calmarme pensando que el maldito test no tenía mayor rigor que esos cuestionarios que a veces, por puro aburrimiento, contestamos en las redes sociales: «descubre qué animal eres» o «averigua si eres un helado de naranja o de limón». Sin embargo, el tono serio y la dificultad de las preguntas me seguían inquietando, sin mencionar el hecho de que el cuestionario y sus resultados venían avalados por varias universidades e instituciones de prestigio. ¿Y si yo estaba equivocado y el programa estaba en lo cierto? ¿Y si mis intenciones de voto originales eran irracionales y estaban basadas en el despecho en lugar de en el conocimiento y la reflexión? Incluso se me pasó por la cabeza que una versión mejorada del programa podría ser un buen modo de perfeccionar los sistemas democráticos, tan cuestionados por unos y por otros. En lugar de manifestarnos sobre listas de nombres a los que ni siquiera podemos poner cara, ¿por qué no someterse a una encuesta y dar así con el partido más afín a nuestras ideas? ¿No sería este el mejor modo de votar de un modo racional? ¿Qué tal un Eurovotator 1.4 para sustituir al sistema tradicional?
Pues verán, mi respuesta final fue que no, que las encuestas, por muy rigurosas que sean, son incapaces de adentrarse en el alma de los electores, que el hecho de emitir el voto es un acto profundamente humano y, por tanto, sujeto a los mismos procesos irracionales que rigen los aspectos más importantes de nuestras vidas, como odiar o como enamorarse. No hay encuesta que explique por qué determinado candidato nos parece un imbécil o un estomagante, por muy razonable que nos suene su discurso. Ningún cuestionario incluye las preguntas «¿goza usted de buena memoria?» o «¿hasta qué punto está usted dispuesto a seguir alimentando a esos sujetos?» o «¿de verdad se cree todavía lo que le dicen?» o «¿no le resultaría enormemente satisfactorio mandar a esos tipejos a su casa?» Nos gustaría que la política fuese una actividad de gente honrada, pero la evidencia siempre contradice nuestras expectativas. Por ello el voto dista de ser un acto consciente y racional. Es más bien una profesión de fe, la diminuta esperanza de que algún día empiecen a respetarnos y dejen de tomarnos el pelo. Así que olvídense de programas y encuestas y voten a quienes les dé la gana. A fin de cuentas, les va a dar lo mismo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/5/2014 

domingo, 11 de mayo de 2014

Oportunidades


Durante cierta tarde ociosa se me ocurrió volver la vista atrás hasta mis días escolares y elaborar una lista de las cosas que recuerdo de las materias que cursé entonces. Lenguas aparte (al fin y al cabo me dedico a ellas profesionalmente), la triste realidad es que de las matemáticas apenas recuerdo nada, salvo la mirada de acero de don Francisco Pérez. En el apartado de literatura compruebo que puedo recitar las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio (rey, monarquía, administración de justicia…) gracias a cierta regla mnemotécnica que ideé a los catorce años y que ha sobrevivido a los vaivenes de la memoria, pero solo recuerdo las obras de aquellos autores que he leído, y muchos de ellos no han aparecido ni aparecerán nunca en un libro de texto. De historia y geografía algo sé, aunque más bien por lecturas posteriores y por reportajes de La 2. Recuerdo que un día supe también algo de latín, pero de aquello me han quedado algunas citas de poca aplicación en mi devenir cotidiano, como aquella de que vinieron dos legiones en defensa de los forrajeadores (pabulatoribus praesidio legiones duae veniebant) lo que sin duda para los forrajeadores estuvo bien, pero a mí me resultado de escaso provecho. Con la física y la química, que abandoné en 2º de BUP, tres cuartas partes de lo mismo. He sido un devoto lector de divulgación y ficción científica, pero me resultaría imposible resolver ni el más sencillo problema de velocidades. Las ciencias naturales me enseñaron que una seta no es una planta, y pare usted de contar. En fin, que en cuanto a bagaje de conocimientos se refiere, es muy posible que hasta el alumno más gandulillo de tercero de la ESO pudiera darme sopas con onda. Y, sin embargo, creo que poca gente me tendría por una persona inculta. Pero ¿a cuento de qué todo esto?
Estudiamos, aprendemos, olvidamos… La vida es un largo descenso en el olvido. ¿Para qué tanto esfuerzo?, nos preguntábamos en su día como estudiantes y se siguen preguntando los estudiantes de ahora. ¿De qué servirán las horas de sueño que hoy pierdo si comenzaré a olvidar todo esto desde el momento en que ponga el punto final en el examen? Todo eso es cierto. Pero olvidar no es lo mismo que desaprender. Y lo que se olvida no deja exactamente un vacío, sino un espacio estructurado donde lo que se guarda crea inmediatamente relaciones con todo lo demás. No es lo mismo sembrar en un trozo de tierra agreste que sobre un campo arado y preparado para el cultivo. Así es como funciona la educación. Educar y educarse no significa llenar la memoria de datos y confiar en que se queden allí, sino establecer las condiciones para que cada persona pueda llegar hasta donde su capacidad le permita, un límite que no marcan los tests de inteligencia, sino el esfuerzo y las oportunidades. La educación siembra nuestra vida de oportunidades, lo que la convierte en el más valioso de los patrimonios.
Hablando de oportunidades, esta semana se ha abierto el plazo de solicitudes para estudiar Bachillerato Internacional en el IES Bachiller Sabuco, plazo que permanecerá abierto hasta el día 2 de junio. Se trata de un proyecto educativo que arrancó en el curso 2001-2002. Así pues, la del próximo curso será la 14ª promoción de jóvenes de Albacete que se embarca en esta aventura. Si ahora mismo les preguntan a los chicos que han cursado el BI y que, a la sazón, están realizando sus exámenes finales, seguramente les dirán que el esfuerzo ha sido grande y que no ven muy claros los resultados. A fin de cuentas, los compañeros que optaron por el bachillerato normal no han tenido tantas horas de clase, ni han tenido que realizar tantos trabajos ni prácticas de laboratorio, ni han cursado un currículum ampliado que engloba más materia y a un nivel superior al de los estudios convencionales. Y todo ello con la esperanza de obtener un diploma al que no le ven una utilidad inmediata. Pero si la preguntan se la formulan a los estudiantes de promociones anteriores, a los que ahora están en la universidad o a los que llevan años ganándose la vida como médicos, ingenieros, abogados o profesores, seguramente la respuesta que reciban sea muy distinta. Y no solamente porque hayan salido del instituto con una mejor formación que les ha permitido abordar con confianza los retos que les esperaban, sino por el tipo de personas que el Bachillerato Internacional les ha ayudado a ser: jóvenes cultos, habituados al esfuerzo, con sólidos fundamentos éticos y voluntad de servicio, personas conscientes del mundo que les rodea, críticas y difíciles de manipular. En una palabra, ciudadanos.
Trece promociones quedan atrás, un río de rostros, de recuerdos y de experiencias compartidas. Y un año más veremos ir a los alumnos que concluyen el Bachillerato Internacional con la esperanza de haberlos ayudado a poner los cimientos de una vida plena y satisfactoria. Y también con tristeza de que se van para siempre, aunque ya esperamos ilusionados a los que pronto llegarán para ocupar su puesto.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/5/2014

lunes, 5 de mayo de 2014

"Lomcelingüismo"


Anda muy ocupado el ministro de educación con implantar la LOMCE, que sobre el papel tiene sus cosas buenas y no tan buenas, igual que todas las leyes. No es mala idea la de reforzar la formación profesional para convertirla en una opción más atractiva para los estudiantes. Eso no significa que la FP sea la panacea, porque no tiene sentido formar buenos profesionales sin que exista un mercado laboral capaz de absorberlos, pero al menos se beneficiarán otros países que podrán disponer de trabajadores cualificados sin tener que afrontar el enorme gasto que significa formarlos. Ahí tenemos a nuestros graduados universitarios, médicos, arquitectos y demás, buscándose los garbanzos allende nuestras fronteras, donde no han hecho nada para merecérselos, salvo ser capaces de apreciar el potencial de un profesional joven y bien formado.
Aunque lo cierto es que esta emigración forzosa de jóvenes con estudios se ve dificultada por la barrera del idioma. Es decir, nuestros graduados están muy bien preparados en casi todo menos en lenguas extranjeras, salvo que sus padres hayan logrado inculcárselas a base de colegios bilingües y estancias en el extranjero, en otras palabras, a golpe de talonario. Les hablo desde mi experiencia como profesor de inglés, y también con la impotencia de quien tiene un pariente enfermo y comprueba que los sucesivos médicos que le visitan son incapaces de acertarle con el tratamiento. La enfermedad es esa «afasia» para las lenguas extranjeras que afecta a la mayoría de nuestros estudiantes, un mal que en España se ha convertido en endémico.
Si alguien le preguntara a un profesor de idiomas cuál es, a su criterio, el modo más eficaz de mejorar la competencia nuestros estudiantes en lenguas extranjeras, la respuesta sería «grupos más reducidos, mejora de los medios audiovisuales, refuerzo de la asignatura con más horas lectivas y auxiliares nativos de conversación». Todo esto permitiría, además, desplazar el énfasis desde lo puramente gramatical a la comunicación, porque lo que importa en realidad no es que los alumnos sepan construir oraciones pasivas en un examen, sino que sean capaces de conversar, de leer y de escribir con corrección en el idioma que estudian. Como es lógico, los profesores de idiomas también debemos adquirir el compromiso de reciclarnos y ponernos al día en nuevas tecnologías y métodos de enseñanza (algo que la mayoría ya llevamos mucho tiempo haciendo, puestos a decirlo).
La respuesta de la LOMCE, sin embargo, es el plurilingüismo o «lomcelingüismo», una fórmula a mi criterio tan ajena al sentido común como vistosa para los escaparates. Los alumnos estudiarán parte de sus asignaturas ordinarias en una lengua extranjera. ¿Que no hay profesores capacitados para ello? Pues inventémoslos. ¿Que el resultado es una chapuza? No importa, siempre y cuando sirva para que los responsables políticos ejerzan la charlatanería a gusto. Pero estoy siendo injusto. En mi propio centro podría mencionar a varios compañeros que hacen un trabajo muy meritorio, asumiendo el dificilísimo reto de dar buena parte de sus clases en otro idioma, casi siempre a costa de esfuerzo personal y mucho tiempo extra de preparación. Por desgracia, estas moderneces sacadas de un chistera suelen ser un gran reclamo para los oportunistas y los vendedores de humo, que haberlos, haylos. Pero esto es lo que conocíamos hasta ahora (no en vano tenemos «secciones europeas» o «bilingües» desde hace al menos diez años), y el «lomcelingüismo» no se detiene ahí. ¿Que necesitamos a un profesor de educación física que sepa jalear a los alumnos en inglés o en alemán? Pues qué mejor forma que proponer su nombramiento «a dedo», cosa que los directores de los centros pueden hacer según el artículo 122 bis de la LOMCE, saltándose a la torera las listas de profesores interinos, los méritos por experiencia y antigüedad, el acceso a la función pública y el sursum corda. En fin, que volvemos a ser un país de opereta, el país de los cuñados y los enchufados. A este paso, dentro de poco será imposible distinguir un colegio público de uno privado. Aunque puede que esa sea la idea.
No estoy seguro de que todo este despropósito sirva para que nuestros chicos aprendan más inglés, francés o alemán. Pero al menos espero que sirva para ayudarlos a emigrar a algún país serio donde puedan trabajar y construirse una vida decente, y donde sus hijos se beneficien de un sistema educativo racional que conceda a las lenguas extranjeras el rango que merecen. Por lo demás, en esto de los idiomas conviene que nos miremos en países como Holanda o Suecia, donde el aprendizaje de lenguas extranjeras no es un problema de promulgar leyes sobre papel mojado, sino una preocupación que atañe a toda la sociedad. Ahí está el auténtico plurilingüismo. Y, como diría Hamlet, the rest is silence.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/5/2014