La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 23 de diciembre de 2016

Happy birthday to me


Mañana es el cumpleaños del menda que escribe estas líneas. Como hice en años anteriores, aprovecho para hacer un alto y echar un vistazo hacia atrás. Ahí quedaron el Brexit, la repetición de las elecciones generales y los meses sin gobierno, que ya empezamos a mirar con nostalgia. Ahí queda el fracaso de la indolente Europa en atajar la muerte y el horror que se abaten sobre Oriente Medio. Ahí queda el triunfo de Trump y la cara de tonta que se le quedó a Hillary, que al parecer todavía no sabe en qué país vive. Aquí quedo yo (el menda), que no sin cierta sorpresa por mi parte he conseguido arrastrar esta carcasa que habito hasta los albores de un año nuevo. Me miro en el espejo y no observo grandes cambios (tan solo el hecho incuestionable de que cada día me parezco más a mi madre). Hay otros detalles que el espejo no revela, como esta tos que sufro desde que sucumbí otra vez al tabaco. Pero los cambios importantes no están a la vista. Hace ya tiempo que decidí ir poniendo orden en el desván de mi cabeza, donde tanto tiempo paso encerrado. Y parece que el esfuerzo va dando sus frutos. Cada vez soy capaz de moverme con más libertad aquí arriba. Cada vez son menos los trastos viejos con los que tropezar. Las ventanas están limpias y el sol se cuela con frecuencia por ellas. A veces hasta me doy el lujo de abrirlas de par en par. Y no deja de sorprenderme la eficacia de ese detergente llamado «renuncia», el único capaz de dejar como los chorros del oro hasta los rincones más sucios y polvorientos. Si andamos por aquí a finales del 2017, ya les contaré si la empresa se ha coronado con éxito. Si no es así, confío en que al menos hayamos sabido echar el cierre con algo de dignidad.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 23/12/2016

Pensiones


Ya he perdido la cuenta de las voces de alarma que han surgido sobre el asunto de las pensiones. Los más moderados advierten de que es vital completar las pensiones públicas con planes privados. Hay quien afirma que los jubilados de los próximos años serán los primeros en cobrar pensiones más modestas que las de sus padres. Y no faltan los agoreros que pronostican que, de aquí a poco, no va a cobrar pensión ni Dios (con la posible excepción del rey emérito y los expresidentes). La explicación de tan desalentador panorama es sencilla: el asunto de las pensiones públicas no es más que un timo parecido al de las redes piramidales. Los de abajo les pagan a los de arriba con la vana esperanza de ir escalando puestos. El problema es que cuando los bobos y desdichados dejan de nutrir la base de la pirámide, ya nadie cobra. La única diferencia entre el sistema público de pensiones y una vulgar estafa es que el primero persigue la noble causa de que los jubilados no se mueran de hambre, por lo que goza de amparo institucional, al menos de momento. Otra cuestión es esa manía de nuestros gobernantes de meter la mano en la caja cada vez que no les cuadran las cuentas. Lo hacen con la misma desfachatez que el niño que golfo birla monedas de la alcancía de su hermanito pequeño. Y así la cosa pinta mal. Quizás esas voces de alarma no sean más que una campaña institucional soterrada para que vayamos haciéndonos a la idea de que lo peor puede sobrevenir muy pronto. Quizás dentro de poco traten de convencer a los pensionistas en ciernes de que la vida es una mierda a partir de los 60, y lo mejor, por tanto, es quitarse de en medio. 


Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/12/2016

PISA



Con todos los «peros» que se le puedan poner, lo del Informe PISA tiene sus ventajas. Las tiene, al menos, para quienes escribimos columnas de opinión y andamos faltos de tiempo y escasos de ideas. Esta vez parece que la torre de Pisa se endereza un poco y conseguimos un aprobado raspadillo. Sin embargo, los aguafiestas nos advierten de que esto no ha ocurrido por méritos propios, sino porque nuestros rivales en mediocridad han obtenido resultados peores que los de hace tres años. Como profesor que soy, es de rigor entonar el mea culpa, y reconozco que en mi gremio abundan más las quejas que las soluciones. «¿De qué puede quejarse un colectivo con tantas vacaciones?», los oigo preguntarse. Y quizás con razón. Puede que los profesores nos quejemos de puro vicio y nos empeñemos en aspiraciones descabelladas. Por ejemplo, la aspiración de recuperar las condiciones laborales que teníamos antes de que Cospedal y sus secuaces vinieran a asolar esta región. La aspiración de recuperar un plan de formación y reciclaje del profesorado (sin que los espabilados de los sindicatos metan mano en el pastel, a ser posible). La aspiración de que esos alérgicos a la tiza que se autoproclaman expertos en educación les concedan algo de importancia al conocimiento y al esfuerzo, y dejen de inventar modos de ahogar a los docentes de verdad en papeleo inútil. La aspiración de que los niños vengan medianamente educados de casa, con algunas nociones de lo que significan la atención y el respeto. Y ya puestos, de que los padres respeten el trabajo de los maestros de sus hijos, en lugar de alimentar los subterfugios de los niños y poner palos en las ruedas. Aspiraciones imposibles, sin duda. Como la de imaginar que la enseñanza en un país puede ser mejor que el nivel cultural de sus ciudadanos.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 9/12/2016

La llegada


De todas las películas de estreno que he visto este año, la que me ha parecido más interesante es La llegada (Arrival), del director canadiense Denis Villeneuve. Doce naves extraterrestres alcanzan la Tierra y se posan en lugares aparentemente elegidos al azar. Los alienígenas (heptápodos con aspecto de pulpos gigantescos) no parecen hostiles, pero a las autoridades les urge comunicarse con ellos para conocer sus intenciones. La premisa suena a ciencia-ficción de la más tópica y rancia. Nada más lejos de la realidad. Lo que se nos cuenta no es una invasión ni una guerra de los mundos. Y la protagonista no es una aventurera ni una arqueóloga. El personaje que borda Amy Adams es una filóloga, una experta en lingüística y traducción. De lo que trata la película es de la comunicación, de las dificultades que entraña la transmisión de ideas entre mentes distintas (y dispares, en este caso). Allá por los años 40, los lingüistas Sapir y Whorf formularon la hipótesis denominada «de la relatividad lingüista». Según esta teoría, la forma en que entendemos y conceptualizamos la realidad depende de las peculiaridades de nuestra lengua materna. Un alemán, pongamos por caso, no puede percibir el mundo igual que nosotros, pues el idioma en el que piensa y se expresa es distinto. Al estudiar una nueva lengua, adquirimos también una nueva visión del mundo, ampliamos nuestros horizontes, ensanchamos nuestra mente. La película de Villeneuve (basada, por cierto, en un prodigioso relato de Ted Chiang) lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias. Conforme va aprendiendo a expresarse en «heptápodo», la protagonista comienza a percibir la realidad como los alienígenas. No hay mejor camino hacia la concordia que las palabras. Aprender a hablar como otros es aprender a ponerse en el lugar de otros.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/12/2016

Lunáticos


El día 14 tuvimos la superluna más vistosa que la especie humana había disfrutado desde 1948. En términos astronómicos el asunto tiene su intríngulis. Consiste en la coincidencia entre la luna llena y su perigeo. Esto debió de parecerle fascinante a sir Isaac Newton. A efectos prácticos, nuestro satélite apenas se veía distinto de cualquier otra noche de plenilunio. Pero conviene hablar de la Luna de vez en cuando, más que nada porque tendemos a olvidarnos de ella por el hecho de verla aparecer cada noche. Pero no dejar de resultar conmovedora la lealtad con la que nuestro satélite nos sigue orbitando, como un compañero fiel que se niega a desprenderse de los asuntos humanos. No estábamos aquí cuando comenzó este baile cósmico. Tampoco estaremos aquí cuando termine. Entretanto, hemos sido capaces de devolverle sus visitas en seis ocasiones, entre 1969 y 1975. Aquellas misiones Apolo que lograron la proeza de surcar los mares de la Luna empleaban una tecnología que hoy nos parece prehistórica. Los móviles que llevamos en nuestros bolsillos poseen tal poder de computación que todos aquellos cohetes, cápsulas y módulos se nos figuran tan sofisticados como la tostadora que tenemos en la cocina. Sin embargo, desde entonces nos hemos obstinado en quedarse pegada a la Tierra, o como mucho en emprender tímidos vuelos por sus inmediaciones. El sueño del presidente Kennedy se ha malogrado, y preferimos usar nuestros ordenadores del futuro para comprar baratijas en el Black Friday y para fisgonear en las vidas ajenas. Pero la Luna sigue ahí, empeñada en recordarnos su existencia. A veces viene disfrazada de superluna, cada pocos días cambia de aspecto y con frecuencia hasta nos visita en pleno día. «¡Eh, vosotros, miradme! —parece decirnos—. ¡Dejar de arrastraros por el suelo!». Y de paso nos hace pensar en que hay otras fronteras, en que hay otros futuros posibles. 


Publicado en La Tribuna de Albacete el 25/11/2016