Delante
del instituto donde enseño, sentado en un banco, hay un señor que toca el
violín para ganarse unas monedas. Es un buen músico. El problema es que lo
limitado de su repertorio. Creo que le he oído interpretar un par de tangos,
pero la canción favorita de su hit parade
particular es Cielito lindo. La
toca sin descanso. Algunas mañanas, una docena de veces seguidas. Las
temperaturas benignas nos obligan a mantener las ventanas de las aulas abiertas,
y las notas de la ranchera se cuelan dentro de clase. Los alumnos se
desconcentran. Algunos incluso tararean. Yo mismo me he sorprendido canturreándola
en un par de ocasiones. La semana pasada, como ejercicio de catarsis, les
propuse a los chicos que la cantáramos todos a coro. Tal vez el músico
callejero nos oyera y se diera por aludido. Pero la canción sigue sonando en la
avenida con mucha más intensidad que el rumor del tráfico, y yo empiezo a
desesperarme. Hace unos días aproveché un recreo para recoger unas radiografías
en una clínica cercana. La música ambiental que estaba sonando era Cielito lindo. Por la tarde, en el
supermercado, otra vez el Ay, ay, ay, ay,
canta y no llores del demonio. La dichosa canción me persigue como una
maldición gitana. Cuando voy por la calle, silbo Cielito lindo. Por las noches, la musiquilla atruena dentro de mi
cabeza y no me deja conciliar el sueño. Creo que me estoy volviendo tarumba.
Empiezo a contemplar la posibilidad de comprarle al señor unas partituras y
ofrecerle algo de dinero a cambio de que amplíe su repertorio. Pero temo que no
sirva de nada. Como mucho, puede que consiga cambiar Cielito lindo por Piel canela,
por Amapola o por Perfidia, con lo que el remedio sería
peor que la enfermedad. Tal vez la única solución sea pedir el traslado a otro centro.
O quizás volver a ver las noticias de Cataluña en los telediarios.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/11/2017
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