La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 25 de junio de 2013

Trece fincas



A la infanta Cristina le han adjudicado la venta de trece fincas, precisamente lo que le faltaba a la familia real para que sus enanos peguen un nuevo estirón. Montoro dice que ha sido un error, que un error lo comete cualquiera y que no se le dé un uso partidista. Y verdaderamente parece muy contrito hombre, al que imagino que pronto veremos dando explicaciones en una comparecencia parlamentaria. Y uno se pregunta si de verdad se puede ser tan imbécil o si detrás de todo esto no habrá alguna maquinación secreta. ¿No será que en el fondo lo que se persigue es una lavada de imagen? Veamos. La hija del rey ha resultado perjudicada por los tejemanejes de su esposo, lo que ha salpicado de lleno a la institución monárquica. Ahora a Cristina le atribuyen un delito tributario de órdago y todo el mundo pone el grito en el cielo, pero al día siguiente el máximo responsable de la hacienda pública comparece para decir que todo ha sido una equivocación y ofrecer disculpas. Pobrecita la infanta, como si no tuviera bastante con lo de Urdangarín, ahora esto. Y eso siendo completamente inocente. ¿Qué culpa tiene ella de haberse casado con un mangui? Etc.
Si viviéramos en los Estados Unidos, no faltaría quien apostara por la teoría de la conspiración, haciendo responsable del complot a la CIA o a algún lobby promonárquico, antimonárquico o qué se yo. El problema es que vivimos en España, y que siendo nuestro país como es, resulta perfectamente verosímil que alguien haya podido meter la pata de una manera tan clamorosa y encima se haya ido de la lengua. Parece que a Hacienda no se le dan bien los aristócratas. Lo suyo es esquilmar a las clases medias y a los menesterosos. Pero esta vez a la Agencia Tributaria la han traicionado sus ansias recaudatorias. Se han metido con quien no debían, vaya. ¿Que cómo es posible que se hayan equivocado con el NIF de la infanta? ¿Que esas cosas no ocurren? Vaya que si ocurren. A mí, sin ir más lejos, me atribuyeron la propiedad de un restaurante que hay en la carretera de Las Peñas. Y no había manera de convencerles de que se habían equivocado, porque resulta sencillo demostrar documentalmente que uno es propietario de un restaurante, ¿pero cómo demuestras que no lo eres?
Dirán que lo mío no admite comparación con lo de la infanta Cristina. A fin de cuentas, ¿qué son trece fincas frente a un modesto restaurante de carretera? Pero yo creo que la pregunta es más bien ¿qué es un modesto ciudadano anónimo frente a la hija del rey? Lo cierto es que mí me estuvieron mareando durante años con lo del dichoso restaurante. Cuando creía que lo tenía solucionado, que ya los había convencido de que era ajeno al mundo de la hostelería, el asunto resurgía por otro lado. Si un día me exigían el pago del IVA, al cabo de unos meses era el impuesto de actividades económicas. Hoy me llegaba una notificación, mañana una amenaza de embargo. Era como luchar contra una hidra. Le cortabas una cabeza y le crecían otras dos. En un momento de desesperación, llegué a contactar con la auténtica dueña del restaurante para intentar convencerla de que se viniera conmigo a Hacienda a explicarles que no me conocía de nada. Pero se negó. Me dijo que su marido no le dejaba. Todo aquello resultaba tan perturbador que llegué a pensar que quizás Hacienda estuviera en lo cierto y fuera yo el equivocado. ¿Y si yo sufría un desdoblamiento de personalidad? ¿Y si en mi otra vida me dedicaba a servir chuletas en un restaurante de la carretera de Las Peñas? Al final, una funcionaria tuvo la amabilidad de subir al archivo y desempolvar el expediente del maldito establecimiento. La culpa era de un NIF equivocado al grabar los datos, igual que lo de la infanta. Es decir, estas cosas sí ocurren. Hasta me explicaron que había números de DNI repetidos. De modo que si un día la policía se presenta en su casa y los detiene por haber empitonado a Manolete, no se extrañen.

Algo consuela que a la hija del rey pueda ocurrirle lo mismo que a un ciudadano anónimo. Se percibe una cierta justicia universal detrás de tan rocambolesco asunto. La diferencia es que lo mío tardó años en resolverse. Y que todavía estoy esperando a que el ministro de Hacienda comparezca en el Parlamento para pedirme disculpas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/6/2013

viernes, 14 de junio de 2013

Feria del Libro


El pasado fin de semana acudí a la Feria del Libro de Madrid para firmar mi última novela. Es la tercera vez que lo hago y, al igual que en las ocasiones anteriores, me resulta imposible decidir si lo pasé bien o mal, si la experiencia resultó gratificante o desdichada. Tal vez el motivo de mi desconcierto sea la avalancha de sentimientos contradictorios que uno experimenta en las dos horas escasas que pasa allí plantado, sentimientos que oscilan entre el tormento y el éxtasis, y que incluyen todos los estados de ánimo intermedios.
Puesto que uno es un chico de provincias y no acaba de habituarse a las vastedades capitalinas, llegué con el tiempo muy justo. El día era plomizo y la mañana anterior había llovido con fuerza, por lo que me predispuse para lo peor. En la caseta de mi editorial fueron muy amables. Me dieron una banqueta y una botellita de agua, y me colocaron detrás de una pila enorme de ejemplares de mi novela. Aquello parecía una barricada, y por un instante llegué a ilusionarme con la idea de que aquel muro de papel estaba allí para mi protección, para salvaguardarme de la avalancha de lectores que se disponían a abalanzarse sobre mí para hacerse con mi preciado autógrafo. Y lo cierto es que la cosa no empezó mal. Se acercaron dos señoras de Alcázar de San Juan, profesoras ellas, que habían oído mi nombre por megafonía. Ambas habían estado trabajando en sus clases con una de mis novelas juveniles y tenían curiosidad por ver cómo me lo montaba escribiendo para adultos. Henchido de optimismo, me preparé para agotar la tinta de los dos bolígrafos que había traído. El público de la Feria se hacía cada vez más denso a pesar de que el día continuaba gris, y lo que transitaba por el paseo del Retiro empezaba a parecerse a una multitud, pero transcurrió más de un cuarto de hora sin que yo me comiera una rosca. La compasiva señorita de la caseta me ofreció un café que rehusé cortésmente. Algunas personas se acercaban, miraban el cartel que me anunciaba y luego me miraban a mí, pero el libro no parecía despertar su atención. Se acercó un caballero que tomó un ejemplar y lo abrió por la primera página (que está en blanco), luego miró la página del título y el índice, y por último la última página (que está en blanco también). Pero nada de lo que vio pareció complacerle, porque que dejó el libro como si le produjera alergia y se fue pitando. Por fin llegó una joven y me espetó que si me importaba responder una pregunta. “¡Una fan!”, me regocijé. Pero lo que me preguntó fue si yo tenía un hermano abogado, porque conocía un abogado que también se apellidaba Cebrián y se me parecía mucho. A unos metros a mi derecha, en la misma caseta, una autora argentina firmaba con regularidad ejemplares de su librito infantil. “Vine de la Patagonia exclusivamente para vos”, le iba soltando la muy caradura a cada niño. Encima, le habían puesto delante a una chica con una careta de perro que confeccionaba globos en forma de animales. Así cualquiera. Ojalá me hubieran puesto a mí también un tipo disfrazado, aunque fuera de payaso. Cuando ya empezaba a perder la esperanza, un joven se acercó, compró mi libro y me pidió una dedicatoria. “Es para mi padre, le encanta la novela histórica. Y tengo comprobado que los mejores libros están en las casetas que no tienen cola delante”. “Que Dios les bendiga a usted y a su padre”, pensé.
Finalmente me las arreglé para colocar otros cinco ejemplares por el procedimiento del vendedor del mercadillo, es decir, alabándoles a los curiosos las excelencias de mi mercancía. “Verán, la novela contiene una doble trama. Una transcurre en la actualidad y otra en el Siglo de Oro. Es muy entretenida. Tal y cual.” Me faltó decirles que venía con unas bragas a juego de regalo. En fin, nunca está de más que a uno lo vean voluntarioso.

Terminada mi poco airosa sesión de firmas, salí corriendo para intentar conseguir la dedicatoria de Antonio Muñoz Molina, que firmaba en la caseta 52. La cola era larga y ni siquiera me permitieron colocarme al final. “Ya no va a firmar más”. En mi camino de vuelta, me fijé en otros escritores célebres apostados en otras casetas. Ana Duato, María Teresa Campos, Alfonso Guerra y Moncho Borrajo se hinchaban a firmar, entre otras glorias de las letras nacionales.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/6/2013

lunes, 10 de junio de 2013

Wi-fi


Parece que la Comisión Europea está dispuesta que proscribir esas tarifas abusivas que nos cobran las operadoras por el roaming o itinerancia, que como sabrán consiste en usar el móvil en el extranjero. El objetivo es que podamos utilizar nuestro móvil en cualquier país de la UE con la misma tranquilidad que en el nuestro, tanto para voz como para datos. Llamar a casa desde otro país ya salía caro, pero conectarse a internet era una auténtica temeridad. Sin embargo, hemos llegado a ser tan dependientes del móvil que resultaba difícil evitarlo. Confieso que yo mismo, en mis últimos viajes, he recorrido esas calles foráneas ojo avizor en busca de letreritos que anunciaran wi-fis gratis. A veces bastaba con colocarte en la puerta del local para conectarse. Otras veces me he visto obligado a abonar una consumición con tal de poder justificar mi presencia en el Starbucks o el McDonald’s de turno (para más escarnio, el reclamo de la wi-fi gratis suelen ofrecerlo precisamente los establecimientos que más detesto). Ahora, la Comisión Europea parece dispuesta a ahorrarnos sustos en los recibos del móvil, pero también cafés aguchirlosos de nombres imposibles y hamburguesas resecas de origen poco claro, lo que representaba un saludable y nada desdeñable efecto colateral.
Pero hubo un tiempo anterior a las wi-fis, a los smartphones y a internet. A muchos nos resulta difícil concebirlo ahora, pero esos tiempos existieron. Y entonces el concepto de viaje era distinto del que tenemos hoy. Por aquellos días viajar representaba alejarse en un doble sentido, puesto que era a la vez un desplazamiento físico y un alejamiento mental. Nos hallábamos lejos y a la vez nos sentíamos lejos. Y eso estaba bien, porque en buena medida viajar consiste en romper lazos, en dejar atrás el que somos cada día y darnos la oportunidad de ser alguien distinto. Recuerdo un viaje que hice hace años al norte de Grecia, donde uno encuentra muy pocos turistas españoles. Paseando por las calles de Tesalónika, tan parecidas a las de muchas ciudades españolas, llegué a sentir que mi personalidad se había diluido y que acababa de sumergirme en una existencia alternativa. Externamente en nada se distingue un griego de un español. Bastaba con dejar la mochila de turista en el hotel y caminar por ahí como si uno supiera adónde iba. Si no abrías la boca, el disfraz era perfecto. La masa te abrazaba y en cierto instante comprendías que habías pasado a formar parte de ella. Ya no te singularizaba el hecho de ser un visitante, un extraño. Eras simplemente uno más. Me imagino que si hoy volviera a recorrer las calles de Tesalónika, lo haría pendiente de los carteles de Starbucks y de MacDonald’s, ansioso por conectarme a sus malditas wi-fis para poder mandarles un whasapp a los amigos o averiguar lo que se cuece en el Facebook.
Antes de internet, los avances científicos y tecnológicos siempre representaban un paso adelante. Con la red global y las nuevas tecnologías más bien hemos retrocedido. Hemos regresado a la infancia. Nos hemos vuelto niños que se entretienen con asuntos triviales y cotilleos, incapaces de romper el cordón umbilical que nos une a nuestros hogares, a nuestro entorno más cercano. Antes de internet teníamos que aprender a estar solos y a valernos por nuestros propios medios. Ahora la red nos ofrece esa sensación de estar siempre en compañía, una sensación que es consoladora y nociva a la vez, porque no es posible madurar sin aprender antes el arte de la soledad.
¿Hacia dónde se encamina nuestra especie? ¿Tal vez hacia una segunda infancia? Me gustaría pensar que todo este asunto de las redes sociales no es más que una moda pasajera, y que aprenderemos a usar la red de maneras más racionales y creativas. Pero los síntomas son alarmantes. Los veo en mis alumnos cada día, pero también los detecto en mí mismo. Conforme la red avanza, la vida retrocede. La banalidad gana por goleada. La estupidez se apodera de la escena. En fin, que quizás no sea tan buena idea que la Comisión Europea elimine el dichoso roaming.

Por cierto que acabo de hacer un gran descubrimiento. El otro día estaba sentado en una terraza de mi calle, contrariado porque no tenían wi-fi para poder acceder a internet con mi smartphone. Y entonces descubrí que desde allí se captaba perfectamente la señal de mi propio router y que podía conectarme sin problemas. Y era como estar en casa: una auténtica gozada.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 7/5/2013

domingo, 2 de junio de 2013

Jesús Mateo "Buonarroti"


     A la villa conquense de Alarcón le sobran motivos para atraer a los visitantes. Con una población estable de apenas 150 habitantes, puede vanagloriarse de poseer un soberbio castillo medieval convertido en parador de turismo, murallas y fortificaciones que ríanse ustedes de Juego de Tronos, cuatro iglesias (una de ellas magnífica), un gran pantano que en estos días más bien se asemeja a un pequeño mar, y un entorno natural que parece salido directamente de una égloga renacentista. Fue plaza fuerte en la Edad Media, y sus tierras eran tan extensas que incluían el actual término municipal de Albacete. Luego se completó la Reconquista y Alarcón, con su fortaleza, sus iglesias, sus casas señoriales y su orgullo guerrero, entró en declive. Un pueblo castellano más de los muchos condenados a quedar despoblados y desaparecer de los mapas. Uno de esos lugares donde apenas pasa nada.
     Pero en el año 1994 en Alarcón volvió a ocurrir algo importante. Comenzó de un modo banal, como tantas cosas que están llamadas a ser grandes. Un niño toma la primera comunión y entre los invitados hay un joven conquense de 23 años llamado Jesús Mateo. El muchacho acaba de terminar la carrera de Bellas Artes y, como tantos otros jóvenes recién licenciados, cabe suponer que no sabe muy bien qué hacer con su vida. Al entablar conversación con el párroco, este menciona que una de las iglesias del pueblo, la de San Juan Bautista, ha sido desacralizada porque la diezmada grey de la localidad no da para tanto templo. Luego se ofrece a enseñarles el edificio a Jesús y a otros invitados. El joven artista penetra en el sombrío recinto acompañado del párroco y contempla los muros recién enjalbegados. Y lo que ve allí no es otra cosa que un gigantesco lienzo. Jesús Mateo no está mirando con los ojos de un ciudadano de finales del siglo XX, sino con los de un pintor italiano del Cinquecento. Y por suerte para Alarcón y para el arte de la pintura, el joven posee un talento y tesón equiparables a los de cualquier antiguo maestro florentino.
     Jesús quiere cubrir los muros y la bóveda con una gran pintura contemporánea de contenido religioso y alegórico, y el cura del pueblo se queda deslumbrado con el proyecto. El pintor presenta sus bocetos y comienzan a tramitarse los permisos. Al principio la jerarquía eclesiástica se muestra reticente, pero finalmente monseñor Guerra Campos da el visto bueno (hasta las bestias pardas tienen sus momentos de iluminación) y el artista pone manos a la obra. Los dos primeros años son durísimos. El ábside y dos paños de muro se terminan con grandes penalidades, pero el proyecto entra en punto muerto debido a las dificultades económicas y al desánimo del pintor, que se encuentra varado en una profunda crisis creativa. Y entonces ocurre el milagro, pues no en vano estamos hablando de una iglesia, es decir, un lugar sagrado. Federico Mayor Zaragoza entra en escena y el proyecto recibe el patrocinio de la UNESCO. Y a partir de ese momento todas las puertas se abren. Personalidades de la talla de Ernesto Sábato, José Saramago y Fernando Arrabal apoyan la empresa, que aun así tarda otros seis años en completarse. El edificio se repara y rehabilita, y en noviembre del año 2002 Jesús Mateo da las últimas pinceladas.
     El fin de semana pasado visité Alarcón. Nos acompañó el guía del lugar, Jesús María Mallor, que se reveló como una fuente inagotable de información y de entusiasmo por su tierra. Confieso que penetré en la iglesia preparado para sufrir una cierta decepción, como siempre que visito un lugar al que llevaba tiempo deseando ir. La iluminación era tenue y los muros hacían reverberar la voz de nuestro guía. El mundo exterior había quedado abolido, y el recinto tenía algo de caverna prehistórica. Y entonces mis ojos se habituaron a la oscuridad y empezaron a surgir las pinturas.
Había formas animales y formas humanas, había ángeles y demonios, había seres de aspecto orgánico y estampa alienígena, seres como los que debieron surgir del mar primordial en los primeros días de la Creación, había espirales de gas, nebulosas, constelaciones, había una explosión de rojos, ocres y amarillos. Había una fuerza que solo puede brotar del genio y de la inspiración más sublime. Allí estaban Picasso y Miró, pero también El Bosco y Brueghel. Allí estaba también el primer hombre que hundió sus dedos en la sangre de un animal para pintar con ella los muros de su caverna.
     Salí de la iglesia. La luz del exterior me hizo parpadear y el mundo real comenzó a resurgir a mi alrededor. Tuve la sensación de que acababa de regresar de un viaje muy largo. Estoy seguro de que los críticos de arte pondrán sus reparos, pero no cabe duda de que la villa de Alarcón, entre sus varios tesoros, esconde uno muy singular: la obra de un joven maestro llamado Jesús Mateo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/5/2013