La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 24 de enero de 2014

Cuando 'Star Wars' era 'La guerra de las galaxias'


La primera noticia de Star Wars me llegó por la segunda cadena cuando en Albacete aún no se veía la segunda cadena (también conocida como UHF). Sabíamos de su existencia por la revista Teleprograma, pero por estas soledades manchegas resultaba casi un mito. La cuestión es que cierto día descubrí que un tenue goteo de ese enigmático canal se colaba a través de algún resquicio catódico y era posible sintonizarlo con algo de paciencia. Y así fue como el ignoto UHF irrumpió en mi casa: el sonido era digno de una psicofonía, y la imagen apenas se discernía tras una tempestad de nieve. En tiempos posteriores vendría la moda ver películas porno codificadas en el Canal +, pero yo creo que aquella imagen fantasmal y distorsionada del UHF tenía todavía más morbo. Por ella supe que en EE UU estaba a punto de estrenarse una película de ciencia ficción que estaba llamada a cambiarlo todo, y me las arreglé para descifrar una secuencia que mostraba una batalla entre naves espaciales que se perseguían y se tiroteaban como si fueran autos en una película de gángsteres. Poco después amplié la información en el Selecciones del Reader’s Digest, revista a la que estábamos suscritos desde los tiempos de mi abuelo, y gracias a la cual no nos quedaba la menor duda de que, comparada con el American Way of Life, nuestra vida era una auténtica mierda. El Selecciones me reveló que Star Wars (que durante mucho tiempo fue La guerra de las galaxias) narraba las aventuras de una heroica pandilla enfrentada al maligno imperio interestelar. El objetivo final era la destrucción del arma definitiva conocida como la Estrella de la Muerte, y para ello contaban con la ayuda de dos robots, uno de ellos dorado, parlanchín y humanoide, el otro cilíndrico y achaparrado, más parecido a un electrodoméstico que a un androide. En la revista se les llamaba Seethreepio y Artoodeetu (que en inglés se pronuncia de un modo muy parecido a «Arturito»).
     Como es fácil imaginar, mi yo infantil ardía en deseos de ver esa película. Desde mis primeros años la ciencia ficción había sido lo mío, con la excepción del clásico de Kubrick 2001, una odisea del espacio, que mis padres me llevaron a ver con seis años, un trauma del que nunca he llegado a recuperarme del todo, ni siquiera con la ayuda de toda mi vocación cinéfila. Pero ahí estaban El tiempo en sus manos (George Pal, 1960) y Viaje alucinante (Richard Fleischer, 1966), que fueron hitos capitales en mi infancia y alimentaron mi imaginación mucho más que las películas de Walt Disney. Mi sensación era que La guerra de las galaxias iba a ser para mí una especie de sacramento, mi confirmación en todo lo que el cine podía ofrecer de portentoso. Pero aún hubo que esperar un tiempo, concretamente hasta las Navidades de 1977, porque por aquellos días las películas norteamericanas nos llegaban con varios meses de retraso. Por entonces yo ya había empezado el instituto y me consideraba todo un hombrecito. En el cine Gran Hotel la cola era larga, aunque no imposible. Lo que no me esperaba fue la estampida que se desató cuando abrieron la puerta y la gente se coló en tromba para asaltar la taquilla. Recuerdo la imagen de mi hermano pequeño aplastado contra una pared, y al chiquillo gritando débilmente «¡socorro, socorro!», y mis heroicos esfuerzos por sacarlo de allí y ponerlo a salvo. Ahora él afirma que todo eso me lo he inventado, pero les doy mi palabra de que ocurrió.
     La frustración fue terrible, naturalmente. Pero, a diferencia de lo que me ocurre ahora, yo no me desanimaba con facilidad. De modo que al cabo de unos días volví a intentarlo. Esta vez llegamos al cine dos horas antes y todo fue bien. No hubo avalanchas y pudimos elegir unas butacas perfectas. De lo que ocurrió cuando se apagaron las luces («Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana…») hasta la escena final solo puedo hablar empleando la palabra «felicidad». Nunca antes había disfrutado tanto en el cine, y salí de allí convencido de que ninguna otra película volvería a maravillarme de ese modo. Durante meses viví en compañía de los dos androides (cuyos nombres resultaron ser R2D2 y C3PO), de Han Solo, Darth Vader, Chewaka, Luke y la princesa Leia, cuyo peinado me resultaba muy familiar aunque por entonces no entendía el motivo. Pero la mía era una felicidad teñida de ansiedad, como la que experimenta todo auténtico fan al ser consciente de que nunca podrá alcanzar el objeto de su deseo, y menos por esos días en los que el vídeo doméstico aún no existía y el merchandising casi no se había inventado.
     En cierto momento llegué a tener miedo. Pensé que estaba condenado a quedarme para siempre en el universo de Star Wars, que me parecía mucho más real que mi propio mundo. Por fortuna, al año siguiente estrenaron Grease y John Travolta barrió a George Lucas a base de peine y contoneos, sin necesidad de ninguna espada láser. ¿Cómo podía yo imaginar que aquel musical juvenil y macarra iba a hacerme despertar de mi sueño infantil y a depositarme en la adolescencia de forma contundente e irrevocable? Pero así ocurrió. El precio fue tener que peinarme con brillantina y uniformarme con la consabida cazadora negra, pero di todo ello por bien empleado. Que la fuerza les acompañe.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/1/2014

lunes, 20 de enero de 2014

Tinta electrónica (y tres)



      El libro, junto con la rueda y el papel higiénico, es uno de los adelantos tecnológicos más perdurables de la historia de la humanidad. Está con nosotros desde el siglo I de nuestra era, aunque durante varios cientos de años convivió con el formato anterior, que consistía en un número de hojas de pergamino o papiro cosidas y enrollarlas en torno a una varilla. Para leer uno de estos libros-rollo (nada que ver con el contenido) era necesario desenrollar por un lado y enrollar por otro, como las películas en celuloide o las cintas de casete. Es fácil imaginar lo engorroso del proceso y la comodidad que representaba formar pliegos con las hojas, coserlos y protegerlos con unas cubiertas. El invento se denominó códice, y persiste hasta el día de hoy prácticamente sin modificaciones, lo que representa una aplicación práctica del refrán anglosajón que reza «si funciona, no lo arregles». Muchos lectores consideran que el placer de sostener un libro de papel entre las manos y pasar sus hojas es incomparablemente superior al de pulsar los botones de un eReader para que los fríos bloques de texto se vayan sucediendo. Muchos lectores de toda la vida aplican (y con razón) aquella hermosa cita del Kempis que termina «in angulo cum libro», y cuya traducción sería, más o menos: «Busqué la paz en todas partes y solamente la hallé en un rincón con un libro en las manos». Para muchos (también para mí) la biblioteca personal ha sido un refugio contra el ruido y la furia del mundo, lo que les hace abominar del libro electrónico como de un invento del maligno. ¿Pero realmente merece la pena acumular libros en casa?
      Un auténtico coleccionista, un bibliófilo, respondería que depende del libro en cuestión. Los que compramos hoy en día son un producto industrial y no tienen apenas valor intrínseco. Es más, el tratamiento por el que se obtiene y blanquea el papel usa productos químicos muy contaminantes, y el papel obtenido por esos medios pierde su albura y flexibilidad en pocos años. Las colas que se emplean en muchas encuadernaciones baratas acaban secándose y perdiendo su poder adhesivo. Algunos libros de mis tiempos de universitario (y tampoco me estoy refiriendo al Pleistoceno) se han convertido en una especie de mazo de cartas compuesto por hojas sueltas de color pardo que dejan un desagradable picor en las manos. ¿Qué es lo que hace valioso un ejemplar? Según me ha explicado mi amigo Paco Mendoza, existen varios criterios. El fundamental es su rareza o escasez. Después, su antigüedad (factor que suele estar asociado al primero). La existencia de grabados, el arte del encuadernador y el hecho de que el ejemplar sobreviva en su integridad y en buen estado son también factores determinantes para calcular el valor de un libro. Por último (aunque no menos importante) la trascendencia de la obra y el prestigio de su autor. Un ejemplar que cumpliría todas estas exigencias a rajatabla sería el de los Diez Mandamientos que Moisés recibió en el Sinaí, autografiado del puño y letra de Yahveh. En su defecto, un beato o un ejemplar de la Biblia de Gutenberg tampoco estarían mal. En cuanto a los libros modernos, tal vez las ediciones ilustradas con grabados de un artista de renombre o los ejemplares dedicados podrían merecer el calificativo de «libro valioso». No así la infinidad de libros que acumulamos en casa pensando que guardamos un tesoro. Y no me refiero al valor sentimental (allá cada cual con sus sentimientos) sino al económico. Algunas personas que se obligadas a desprenderse de su biblioteca se han llevado la amarga desilusión de que esos cientos de libros coleccionados con mimo y esmero no valían nada o casi nada. Es más, en ocasiones las bibliotecas privadas pueden tener un valor negativo, pues hay traperos que exigen una compensación económica por retirar los molestos mamotretos de la circulación.
      Ahora ya no me cabe duda de que el libro en papel tiene los días contados. Las ventajas del libro electrónico son tantas que acabará barriendo al libro tradicional del mismo modo que el códice acabó con el rollo y el rollo con las tablillas, aunque en este caso el proceso será mucho más rápido. ¿Qué será entonces de la industria editorial tal y como la conocemos hasta ahora? ¿Qué será de las editoriales y de las librerías? La respuesta es la de siempre: renovarse o morir. Los libros electrónicos tendrán que abaratar su precio de forma considerable para que el lector habituado al pirateo deje de delinquir. Supongo que la tecnología de la tinta electrónica mejorará hasta que las pantallas nos ofrezcan una resolución y una sensación de lectura muy parecidas a las del libro tradicional. También llegará un momento en que se podrá reproducir ilustraciones y fotos con colores y fidelidad casi idénticas a los de la página impresa. Al margen de las distribuidoras, condenadas a la extinción, temo que los mayores perjudicados en todo este proceso serán los libreros. El libro de consumo desaparecerá de las librerías y será sustituido por el libro de lujo, que en muchas ocasiones se adquirirá como regalo. Será vital también el regreso del librero de antes, el librero-lector que conoce a sus clientes y sabe aconsejarles. Se valorará mucho más que ahora el servicio pre y posventa, el trato personal, el que cada lector se sienta singular y especial. Adiós, por tanto, al librero-dependiente, al lector de solapas que solo sabe recomendar el último premio Planeta. Creo que no lo echaremos de menos.
 
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/1/2014

sábado, 11 de enero de 2014

Más tinta electrónica


El viernes pasado dediqué esta columna al libro electrónico, pero me quedó la sensación de que me había dejado muchas cosas en el tintero, sensación que me confirman algunos amigos y lectores. Miguel Ángel Ortega, por ejemplo, me señala que el libro electrónico ha hecho aumentar en mucha gente inquietud por la lectura, pero únicamente porque proporciona un acceso cómodo y gratuito a lo que antes suponía un desembolso o la necesidad de echar mano de las bibliotecas o de la buena generosidad de los amigos. Y aquí es donde nos topamos con el problema principal de esta nueva forma de leer: la piratería. Cierto es que la piratería editorial ha existido prácticamente desde siempre. A Cervantes ya le piratearon su Don Quijote a los pocos meses de la primera edición. De hecho, la segunda edición de El ingenioso hidalgo se publicó en Valencia sin permiso del autor y sin que este viera un real de los beneficios que generó. En América Latina (sobre todo en México, Perú y Colombia) los grandes lanzamientos editoriales provocan un alud de ediciones piratas que se venden en puestos callejeros, libros que se confeccionan por el procedimiento de escanear las páginas y las cubiertas del libro original. Pero la piratería asociada al eBook no es un fenómeno de top manta. Cualquier usuario del dispositivo sabe de la existencia de varios portales en internet donde es posible descargar versiones electrónicas de títulos recientes de forma sencilla, rápida y gratuita. Sin ánimo de justificar esta práctica, debo señalar que lo que motiva a quienes mantienen estas webs no es el afán de lucro, y que en la mayoría de los casos se trata de empresas colectivas a las que todos los usuarios hacen aportaciones. No obstante, se trata de descargas ilegales de un material que posee propietarios y copyright, y por lo tanto provocan un perjuicio económico para autores y editores, y naturalmente también para los libreros. Señala Miguel Ángel Ortega que ciertas personas se ufanan de tener almacenados en sus dispositivos de lectura tantos títulos que «ni ellos ni toda su estirpe hasta que se extinga tendrán tiempo de leerlos». Así pues, no existiría lo que en lenguaje jurídico se conoce como «lucro cesante», pues se trata de libros que de todos modos no se venderían. Muy cierto. Pero también conozco casos cercanos de lectores genuinos que descargan y leen libros que, de otro modo, comprarían sin lugar a dudas, lo que plantea un problema de difícil solución. No es que sea yo muy partidario de mantener engrasadas a toda costa las ruedas del negocio editorial (al menos tal y como este funciona hoy en día), pero todo negocio necesita generar beneficios, y el pirateo de libros, además de ser ilegal, pone a todos los profesionales del sector al borde del precipicio. Olvidémonos de la idea de que la cultura ha de ser gratuita y universal, como la sanidad y la educación. La cultura es una industria y ha de funcionar como tal o no funcionará en absoluto. Es cierto que las editoriales han dejado de ser un vehículo para que los buenos autores lleguen a los lectores y se han convertido más bien en un obstáculo. Los editores vocacionales como Mario Muchnik y Carlos Barral han pasado a ser figuras románticas del pasado, y quien ahora maneja el cotarro es el editor-ejecutivo que se guía por criterios exclusivamente comerciales. De este modo, solo los autores que ya han probado su comercialidad siguen publicando, creando un círculo vicioso que le cierra el paso a los nuevos valores, salvo excepciones contadísimas. El libro electrónico, sin embargo, abarata de forma drástica el coste de poner un título en el mercado. Desaparece el papel, desaparece la imprenta y la distribución se simplifica de tal modo que para que el libro llegue a los lectores basta con un ordenador y una tarjeta de crédito. Pero esto puede ser un arma de doble filo, pues esa misma facilidad y ausencia de riesgo financiero facilita que se pongan en circulación libros de dudosa calidad que de otro modo jamás habrían visto la luz. Aunque, bien pensado, tampoco es que la calidad literaria preocupe mucho a las grandes editoriales, que favorecen a Belén Esteban y Jorge Javier Vázquez en detrimento de voces interesantes que jamás llegaremos a oír, porque los famosillos de turno copan los catálogos y las mesas de novedades de las librerías. Por otro lado, ¿es realmente cierto que los libros electrónicos se venden a un precio sensiblemente inferior a los de papel? La respuesta no es sencilla. Tomemos, por ejemplo, la última novela de Pérez-Reverte, El francotirador paciente, publicada por Alfaguara. El precio de la edición en papel en Amazon es de 18,53, euros, y el de la edición digital de 9,49, es decir, prácticamente la mitad. Sin embargo, al comprar un libro en formato tradicional estamos adquiriendo un objeto con peso, masa y corporeidad. ¿Qué nos ofrece un libro electrónico salvo un montón de electrones chisporroteando en un disco duro? Además, por estas tierras no estamos educados precisamente para desembolsar nueve euros en aquello que podemos obtener gratis. Un gran problema, en efecto, tan grande que el espacio de esta columna se me ha agotado sin haber podido vislumbrar siquiera las soluciones, lo que me obliga a estirar este asunto hasta la semana que viene.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/1/2014


viernes, 3 de enero de 2014

Tinta electrónica


Estas Navidades mi amiga me ha regalado mi segundo lector de libros electrónicos. ¿Que por qué un segundo lector cuando el primero todavía funciona perfectamente? No se trata de que yo sea un consumidor compulsivo de tecnología. El portátil con el que tecleo estas líneas va a cumplir pronto la media década y ni se me pasa por la cabeza reemplazarlo hasta que exhale su último estertor. En cuanto a la tablet, ni siquiera me he planteado adquirirla, porque para mí no es más que un teléfono móvil hipertrofiado, y mi android todavía me sirve fielmente en todos los menesteres que le encomiendo. El caso del lector electrónico, en cambio, es distinto. En los tres años que han pasado desde que compré el primero, la tecnología de estos aparatos ha adelantado una barbaridad, al mismo ritmo que los precios se abarataban. Este nuevo dispositivo tiene mucha mejor resolución de pantalla que el primero y responde con mayor prontitud a mis pulsaciones, pero la principal diferencia es que el fondo sobre el que se materializan las líneas del texto es mucho más blanco y los caracteres mucho más negros, por lo que la lectura se asemeja aún más a la de un libro convencional (con la diferencia de que puedo agrandar la letra todo lo que mi presbicia me exija). Por si fuera poco, se trata de un libro cuyas páginas emiten luz, lo que me permite leer a oscuras, en sitios mal iluminados o de noche, en la cama, sin encender la lámpara de la mesilla y sin necesidad de molestar a nadie. Cómo me habría gustado disponer de algo parecido cuando era un crío y tenía que interrumpir la lectura para apagar la luz, porque mis padres me reñían.
En cuanto al viejo lector, mi amiga lo ha recibido a cambio del nuevo, y me da la impresión de que ya le va tomando afición, como todo aquel que lo prueba y comprende las ventajas de este artilugio que ya ha empezado a revolucionar el modo en que nos relacionamos con los libros y con la lectura. Aunque por supuesto no le faltan detractores. He perdido la cuenta de las veces que me he topado con los defensores del libro tradicional, quienes de viva voz o por escrito no cansan de denostar la pantalla de tinta electrónica y ensalzar el papel y la tinta de toda la vida. Los argumentos son casi siempre de índole sentimental: el placer de lo tangible, el aroma del papel, la mística del objeto, las dedicatorias, las flores secas escondidas entre las páginas, las anotaciones, aquel billete de metro que guardamos en él el día que acudíamos a nuestra primera cita con quien se convertiría en el amor de nuestra vida, etc. Todo esto está muy bien, pero no deja de parecerme una actitud excesivamente idealista para enfrentarse a un hecho tan cotidiano como es la lectura. Y hay quien carga las tintas de tal modo que sus opiniones sobre el libro tradicional suenan casi a fetichismo. Como ha escrito mi amigo Paco Mendoza, bibliófilo de prestigio y gran coleccionista, entre las páginas de un libro se puede encontrar casi de todo, incluyendo fluidos corporales. Sin ir más lejos, tengo en mi biblioteca una edición de Sexus de Henry Miller que data de mis tiempos de estudiante y que podría proporcionarle materia de estudio a un laboratorio de análisis genético durante varias semanas. De hecho, cuando yo era usuario de las bibliotecas públicas, recuerdo que me daba un poco de asco encontrarme ciertas sospechosas manchas que aparecían en las manoseadas páginas, y cuya coloración iba desde el rojo intenso (chorizo del bocata) hasta el pardo oscuro (seguramente café), pasando por todos la gama intermedia de amarillos y ocres sobre cuya naturaleza prefiero no especular. Me sale un sarpullido con solo pensarlo, vamos.

Dicen también los detractores del libro electrónico que su popularización va a significar el final de la industria editorial, igual que el MP3 ha representado el colapso de la industria discográfica. Se refieren a la piratería, claro. Y es muy cierto (lo sé de primera mano) que hasta los autores más comerciales han visto muy mermadas sus ventan, y si hace diez años Pérez-Reverte vendía medio millón de ejemplares sin despeinarse, ahora sus editores se las ven canutas para colocar cincuenta mil. Dicen que esto va a suponer el final de la literatura (como si literatura e industria editorial fuesen sinónimos), porque nadie va a poder comer de lo que escribe. Lo que yo pienso y la experiencia me enseña es que casi nadie come de la escritura, porque unos pocos se lo comen todo. El libro electrónico, con todos sus problemas, representa una oportunidad para autores poco conocidos o noveles, la posibilidad de que sean los lectores y no los editores y distribuidores quienes decidan, lo que puede traer un saludable soplo de aire fresco al mercado editorial. Hasta el mismísimo Stephen King lo ha dicho, y eso que no hay autor más pirateado en el mundo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/1/2014