La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 18 de diciembre de 2015

La castaña de Rajoy


Hay quien dice que la campaña electoral terminó el miércoles, en el momento en que un descerebrado le atizó a Rajoy una castaña en medio de la calle. Yo estoy casi de acuerdo, porque cuando los puñetazos usurpan el lugar de los argumentos, ya no hay democracia que valga. Puestos a aplicar la idea con todas sus consecuencias, podríamos afirmar también que la campaña terminó el lunes pasado, con ese desagradable debate a dos en el que el candidato socialista se comportó como un matón en el patio de un colegio, y el debate político quedó aplastado bajo el peso de los insultos y las malas maneras. Si las ideas brillan por su ausencia y las formas son inaceptables, más vale cambiar de canal o irse a dormir. Pero volvamos a la castaña del miércoles. Las imágenes me repugnaron igual que a cualquier ciudadano medianamente civilizado. Pero lo que más me inquieta es que sentí compasión por Rajoy, y de la compasión a la simpatía solo hay un paso. El discurso de la emoción es siempre más poderoso que el de la razón. Hasta Berlusconi me dio lástima cuando le volaron los piños con una maqueta de la catedral de Milán, y eso que para mí encarna lo más despreciable y nefasto de la política. Pues imagínense Rajoy, anciano y barbiblanco como un incipiente Papá Noël, y encima nuestro compatriota y presidente. Me preocupa que el suceso haya desvirtuado por completo el sentido de la campaña electoral, y que los votantes indecisos se dejen guiar ahora por sus emociones y no por su sentido común. Por eso propongo que el mismo energúmeno que le atizó a Rajoy repita su hazaña con cada uno de los otros candidatos. Creo que eso serviría para equilibrar las cosas.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/12/2015

viernes, 11 de diciembre de 2015

Memoria


Tras presenciar el debate del lunes pasado (el denominado «debate decisivo», válgame Dios), comprendí que el ejercicio del voto se ha convertido en una profesión de fe. El problema es cuando uno ya ha perdido casi todas las fes que profesaba, entre ellas la que depositaba en los partidos políticos y en esa raza de bon vivants (o aspirantes a serlo) que nutre sus listas electorales. Ni que decir tiene que apenas creí una palabra de las que pronunciaron los cuatro participantes, y en esto no hago distingos ideológicos. Mis reacciones oscilaron entre la incredulidad y la indignación, entre la carcajada y el exabrupto, entre el «eso me suena» y el «no me lo creo». Me fui a la cama tarde y cabreado, y decidido a cambiar mi voto por un almax forte y un somnífero suave. Por fortuna, a la mañana siguiente me noté más sereno y relajado, pues recordé que en la vida hay decisiones mucho más trascendentales que la de qué votar en unas elecciones generales. Aunque tiene su importancia, qué demonios, al menos si uno se considera un poco responsable y tiene algo de memoria. Y conserva, además, la pizca de dignidad necesaria para negarse a que lo pisoteen quienes ya lo han hecho antes. Creo que fue Borges quien dijo que la democracia no es más que un abuso de la estadística, lo que siempre me ha hecho gracia a pesar de lo reaccionario de la frase. De lo que no me cabe duda es de que la democracia, al menos en período electoral, es un abuso de la paciencia del ciudadano. De modo que fortalezcan su paciencia. Y, por favor, antes de ir a votar, ejerzan el noble arte de la memoria.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/12/2015

Dos universos

Es curioso lo pronto que se acostumbra uno a convivir con un perro, al menos cuando el animalito pone de su parte. Ahora me resultaría difícil imaginar la vida doméstica sin la presencia permanente y amable de nuestro pequeño bichón maltés. Su laborioso merodear por la casa, sus brincos de alegría cuando comprende que se acerca la hora del paseo, la serenidad de sus ademanes perrunos, la candidez de su mirada azabache, esa alegría incondicional con la que nos recibe, la naturalidad con la que ha sabido encajar su menuda presencia en nuestros hábitos familiares, convirtiéndose, como quien no quiere la cosa, en el auténtico corazón del hogar. Mi mente racional me dice que, al actuar de ese modo, lo único que el perrito hace es obedecer sus instintos. La evolución les ha mostrado a los de su especie las ventajas de asociarse con los humanos. Pero en este caso las ideas y los sentimientos fluyen por cauces distintos, porque la realidad es que nuestro Frankie ha sabido convertirse en el receptor perfecto del cariño de toda la familia y, de algún modo misterioso, cada gesto de afecto que le dedicamos nos es devuelto corregido y aumentado, como si su cuerpecillo peludo tuviera la virtud de funcionar como repetidor y amplificador de nuestros sentimientos. Sin embargo, cuando lo contemplo durante un rato, cuando sus ojillos y los míos se encuentran, creo captar retazos de algo más profundo, como si el universo en el que él habita y el mío se rozaran durante un instante. Y lo que vislumbro es una conciencia tal vez no tan compleja como la mía, pero quizás por ello mucho más apacible y serena, más conforme con el mundo de lo que yo nunca estaré.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/12/2015