La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 21 de noviembre de 2014

Interstellar


Me siento todavía aturdido tras ver «Interstellar», la última película de Christopher Nolan, y eso que ha transcurrido ya casi una semana desde entonces. La mitad de la película la pasé tan mareado como los astronautas, pero el peor momento llegó al final, cuando el protagonista se pasa un buen rato flotando por un cubo teórico donde el tiempo no es más que otra dimensión del espacio. No estoy seguro de si fue a causa de la sensación de vértigo lograda mediante los efectos especiales o más bien fue culpa del bombardeo de datos científicos (la física relativista, los agujeros de gusano, el horizonte de sucesos y la intemerata cuántica), pero hubo un terrible instante en que a punto estuve de salir disparado hacia el baño para echar la papilla, lo que me habría privado del desenlace de tan notable cinta. Y por una vez no estoy siendo irónico. Verán, los aficionados a la ciencia-ficción vivimos un drama permanente: procuramos ver todo o casi todo lo que se estrena en este género, pero lo hacemos con la seguridad de que estamos a punto de llevarnos otra decepción. Pero la última película de Nolan es otra cosa. Más allá de los alien asesinos y de las guerras galácticas, el director británico se atreve a narrar los albores de la colonización humana de otros mundos una vez que el nuestro haya quedado dañado y esquilmado sin remedio, horizonte más que probable al paso que vamos. La película tiene el tono épico de toda buena historia de pioneros. Y además llega en el momento más oportuno posible, casi a la vez que un artefacto fabricado en la Tierra se posa sobre la superficie de un cometa. Al salir del cine, uno no puede evitar elevar la vista y sentir la remota esperanza de que algún día será posible empezar de nuevo allá arriba, y a lo mejor esta vez no lo hacemos tan mal.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/11/2014 

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