Me siento todavía aturdido tras ver «Interstellar»,
la última película de Christopher Nolan, y eso que ha transcurrido ya casi una
semana desde entonces. La mitad de la película la pasé tan mareado como los
astronautas, pero el peor momento llegó al final, cuando el protagonista se
pasa un buen rato flotando por un cubo teórico donde el tiempo no es más que
otra dimensión del espacio. No estoy seguro de si fue a causa de la sensación
de vértigo lograda mediante los efectos especiales o más bien fue culpa del
bombardeo de datos científicos (la física relativista, los agujeros de gusano,
el horizonte de sucesos y la intemerata cuántica), pero hubo un terrible
instante en que a punto estuve de salir disparado hacia el baño para echar la
papilla, lo que me habría privado del desenlace de tan notable cinta. Y por una
vez no estoy siendo irónico. Verán, los aficionados a la ciencia-ficción
vivimos un drama permanente: procuramos ver todo o casi todo lo que se estrena
en este género, pero lo hacemos con la seguridad de que estamos a punto de
llevarnos otra decepción. Pero la última película de Nolan es otra cosa. Más
allá de los alien asesinos y de las guerras galácticas, el director británico
se atreve a narrar los albores de la colonización humana de otros mundos una
vez que el nuestro haya quedado dañado y esquilmado sin remedio, horizonte más
que probable al paso que vamos. La película tiene el tono épico de toda buena
historia de pioneros. Y además llega en el momento más oportuno posible, casi a
la vez que un artefacto fabricado en la Tierra se posa sobre la superficie de
un cometa. Al salir del cine, uno no puede evitar elevar la vista y sentir la
remota esperanza de que algún día será posible empezar de nuevo allá arriba, y
a lo mejor esta vez no lo hacemos tan mal.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/11/2014
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