La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 10 de mayo de 2013

El tiempo y John Harrison



Una de las historias más fascinantes que he oído es la del relojero inglés John Harrison, que vivió allá por el siglo XVIII. Supe de este personaje durante una visita al Observatorio Real de Greenwich, a las afueras de Londres, un lugar emblemático por la trascendencia de los hallazgos astronómicos y geográficos que allí se realizaron. En una de sus salas se conserva una colección de relojes antiguos que no suelen despertar la curiosidad del visitante. En otras circunstancias seguramente no me habría quedado a escuchar las explicaciones del guía. Pero hacía un día de perros en Londres, con viento y nieve, y el observatorio se me figuraba más un refugio que un museo. Así fue como supe de los logros de míster Harrison, quien viene a ser a la medición del tiempo lo que su contemporáneo Newton es a la física. Veamos por qué.
John Harrison vivió en una época de exploradores y navegantes. El comercio con Oriente y con Las Indias movía fortunas inmensas, y la flota de Su Majestad necesitaba métodos de navegación más fiables que el sextante y la observación del sol y los astros. Los marinos tenían que conocer su posición en cada momento. De otro modo no era posible asegurar la seguridad de las tripulaciones y mercancías ni trazar cartas de navegación precisas. Para los navegantes de la época era sencillo calcular la latitud. Pero para determinar la posición de un navío son necesarias dos coordenadas, y el cálculo de la longitud representaba un grave problema. Recordemos que la longitud es la distancia al meridiano de Greenwich, una línea imaginaria que se trazó en el Real Observatorio, como no podía ser de otro modo. El globo terráqueo se comporta como un reloj que emplea 24 horas en completar un giro. Una hora de menos (hacia el oeste) o de más (hacia el este) significa que se han recorrido 15 grados de la circunferencia de la Tierra. Si se contaba con un reloj preciso, un reloj capaz de marcar al segundo la hora de Londres, era posible establecer la longitud a partir de la diferencia horaria en cada lugar de globo. El Parlamento ofreció una recompensa de 20.000 libras (unos 3 millones de euros de la actualidad) a quien fuera capaz de inventar dicho instrumento para la Corona. Fue entonces cuando John Harrison decidió dejar su oficio de toda la vida, el de carpintero, y dedicarse a fabricar relojes.
Los relojes más precisos que existían en la época eran los de péndulo. Sin embargo, la oscilación de un péndulo varía en función de los cambios de temperatura. El cabeceo de los barcos también afectaba al movimiento del péndulo impidiendo su regularidad. El primer reloj de Harrison (el H-1) incorporaba un mecanismo de balanceo por contrapesos que sustituía al péndulo y no se veía afectado por el movimiento del buque en alta mar. El problema de la dilatación y la contracción lo solucionó alternando varillas hechas de distintos metales. Los siguientes prototipos de Harrison sustituyeron el péndulo por un resorte en espiral parecido al de los relojes modernos. El problema de los cambios de temperatura se solventó con un dispositivo que de hecho constituye el primer termostato de la historia.
Harrison dedicó cuarenta años de su vida a perfeccionar su reloj marítimo. El H-5 llegó a funcionar con una exactitud de un cuarto de segundo al día. Por desgracia, murió sin que su invento llegara a ser usado por los navegantes. El tamaño del último cronómetro de Harrison no era mayor que el de un platillo de café, pero el precio de su fabricación lo hacía prohibitivo. Durante un tiempo se siguieron usando los sextantes y las cartas astronómicas. Pero cuando el capitán Cook cartografió la costa norte de Australia, su buque ya contaba con una réplica del H-5.
¿Llegó Harrison a cobrar la recompensa del Parlamento? Sí lo hizo, aunque a regañadientes, y para ello tuvo que intervenir el mismísimo rey Jorge III. Conforme se acercaba a la solución final del problema, sus enemigos se multiplicaban. Ya lo dijo su contemporáneo Jonathan Swift: «Cuando aparece un auténtico genio en el mundo, podéis reconocerlo por este signo: todos los necios se confabulan contra él».
Y esta fue la historia que oí en la voz quebradiza de un anciano guía, en el Observatorio Real de Greenwich. Doscientos cincuenta años después, los relojes del carpintero John Harrison persistían en sus tictacs y oscilaciones, marcando con precisión la hora del siglo XVIII. Afuera, la nieve se depositaba quedamente, como si el tiempo se hubiera detenido en su memoria.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/5/2013

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