Los españoles nos gustamos. Es un hecho. Nos tenemos por los más simpáticos, alegres y aptos para disfrutar de la vida. La auténtica alegría de la huerta. Los yanquis dicen que son la tierra de los libres. Nosotros nos disputamos con quien haga falta el título de ser la tierra de los majos y los risueños. España es diferente porque es mejor. Tras ser la nación de los complejos hemos devenido en el país de la autocomplacencia desatada. Y para comprobarlo basta con salir al extranjero y observar la actitud de nuestros compatriotas, que ahora recorren el mundo con el mismo gesto de superioridad que aquellos aristocráticos viajeros de antaño. «En mi casa, todo mucho mejor», parecen proclamar torciendo el gesto, como una maruja que, disimuladamente, pasa el dedo por los muebles de su vecina del quinto. No es raro que muchos guías turísticos extranjeros nos sitúen en la parte inferior de un ranking que casi siempre encabezan los japoneses como modelo de pueblo cortés, respetuoso y culto. Aun así nos ufanamos de ser los más guays de la Unión Europea. ¿Acaso se nos puede medir con esos guiris británicos o teutones que se emborrachan y hacen el vándalo en Benidorm? No obstante, sólo hay que darse una vuelta por el Reino Unido para comprobar el grado de grosería que puede alcanzar esa horda de zanguangos que cada verano facturamos hacia allá con la vana esperanza de que aprendan inglés. O apostarse en algún lugar de especial relevancia turística (los Museos Vaticanos, por ejemplo) y observar cómo nuestra clase media hace alarde de su ignorancia para los idiomas, su vocinglería y sus malos modos. En pocas décadas hemos pasado de vernos en blanco y negro a contemplarnos el ombligo en cinemascope y technicolor. Nos hemos convertido en una nación chauvinista, sí, hasta el extremo de que nos parece muy digno y divertido que nuestro rey pierda los papeles en una reunión de estados latinoamericanos. «¿Por qué no te callas?», farfulla el monarca poniéndose a la altura del matón al que pretende callar. Y le reímos la gracia. Porque los españoles somos así de majos, de naturales y de campechanos. Es nuestra idiosincrasia nacional. Y el rey la encarna a las mil maravillas.
Pues bien, voy a correr el riesgo de lanzar una piedra contra ese espejo en el que ahora nos miramos como nación, y que ya no es uno de esos espejos deformantes que Valle-Inclán situaba en el Callejón del Gato, sino el espejo mágico del cuento, que nos devuelve una imagen retocada y embellecida con el Photoshop. No me acaba de gustar cómo somos. Creo que seguimos padeciendo la que siempre fue nuestra peor lacra. Me refiero a la falta de cortesía, o bien a la mala educación, si prefieren llamar a las cosas por su nombre. Un vicio vasto y multiforme que sigue dando que hablar desde que Larra abrió brecha como «El Pobrecito Hablador». Valgan estas líneas como humilde contribución a tan excelsa tradición literaria. Y puesto que el tema de la grosería hispánica es demasiado amplio para abordarlo en su conjunto, trataré de glosar la que para mí constituye una de sus manifestaciones más execrables, la de dar la callada por respuesta.
Es éste un vicio que se hunde en el espectro social como un cuchillo bien afilado, ya que lo practican con asiduidad todas las capas de la población, desde el menestral al ministro, pasando por todos los rangos intermedios. Es un vicio, además, paradójico, si pensamos que el nuestro es el país del ruido, donde proliferan los energúmenos que gritan en los bares y que jamás dan cuartel a sus vecinos. Es el vicio de no dar la cara, de no contestar pese a lo que dicten la responsabilidad, el respeto y hasta el sentido común. El vicio de guardar silencio. Y me refiero a ese silencio desdeñoso y borde que goza de tanto predicamento, en tanto que socorrido subterfugio para quien desea sacudirse estorbos o marcar distancias. El silencio no siempre es oro. A veces es pura porquería. De hecho, es mucho peor que la más torpe de las respuestas, máxime en esta era de comunicaciones en tiempo real, que con frecuencia es el más irreal de todos los tiempos. Qué comodidad la del que da la callada por respuesta. Qué olímpica arrogancia la de quien se queda observando, con una ceja en alto y sonrisa de desprecio, esa carta, fax, e-mail o llamada telefónica que no tiene la menor intención de responder, aunque así esté relegando a otra persona a la inexistencia, quién sabe si hundiéndola en el desconcierto o en la angustia. Tal vez quienes dan la callada por respuesta piensen que de ese modo se invisten de autoridad. Quizás no sea más que la forma más cómoda y rápida de librarse de responsabilidades y compromisos molestos. En cualquier caso, el granuja que responde con silencio no merece otra cosa que silencio, o lo que es lo mismo, desprecio. Aunque no se puede descartar que ese silencio obedezca a una causa natural. Tal vez el problema sea no hay nadie al otro lado. Por lo menos nadie que merezca la pena.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 7/11/2008
1 comentario:
Buscaba yo un digno significado a tan "escuchada" frase, Y me encuentro tan fácil y simple descripción. PARA CHULO YO Y CON LAS GANAS TU. Las abundantes generalizaciones, me ayuda a realizar honrosamente mi propia creación y hacer de mi capa un un sayo.
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