La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 31 de octubre de 2008

Entrevistas


Para bien o para mal, esto de escribir novelas y haber publicado algunas trae consigo una cierta celebridad. Una celebridad más bien diminuta que sin embargo hace muy feliz a mi madre, y que basta incluso para que los medios de comunicación se interesen a veces por mí. Con el tiempo he comprendido que una carrera literaria obliga a dar la cara. Es necesario convencer a los lectores de que les merece la pena gastar su dinero y su tiempo en tus ocurrencias. Las entrevistas son un aspecto inevitable de la promoción de un libro. Me ponen muy nervioso, pero son un mal necesario.

Mi temor principal ante una entrevista es hacer el idiota, lo que no obstante casi siempre consigo. Pero nunca hasta el extremo de aquella primera vez, hará unos diez años, cuando la Diputación acababa de publicar mi primer libro. Aquella novelita juvenil despertó el interés suficiente para que el periodista Ramón Bello Serrano (ahora compañero en las páginas de opinión de este diario) me solicitara una entrevista para un programa de radio que él conducía. Preferí hacerla por teléfono pensando que de ese modo me podría menos nervioso. Craso error. Mi nerviosismo se disparó tan pronto como oí a Ramón, que es una persona culta y leída donde las haya, decir cosas sobre mi libro que yo jamás habría sospechado que estuvieran en mi libro. «Este tío me va a hacer preguntas muy difíciles», me dije. Y con eso mi ritmo cardiaco y mi respiración comenzaron a acelerarse, de modo que cuando me tocó hablar mi voz sonó entrecortada y chirriante, como la de un niño al que el profesor saca a la pizarra el día que no se sabe la lección. Y realmente no me la sabía. La prueba es que no me sentí capaz de contestar ni siquiera la primera pregunta de Ramón, algo complicadísimo sobre si mi periplo vital y psicológico guardaba similitud con el del protagonista. Puesto que el protagonista de la novela era un caballo, me quedé sin saber qué decir. Y al ensayar una respuesta me hice tal lío que me asaltó la terrible sensación de estar haciendo el ridículo, acompañada de sudor frío y de palpitaciones. Pero la cosa no había hecho más que empezar, porque en cierto momento la voz del periodista empezó a oírse tenue y lejana, como si sonara desde el fondo de un pozo, con lo que el problema ya no era sólo que sus preguntas fueran muy difíciles, sino que ni tan siquiera las oía. Y justo entonces, para complicarlo todo, acertó a pasar por mi calle el camión de la basura, con su motor diésel rugiendo a apenas cinco metros de mi ventana. No recuerdo cómo acabó aquello, aunque sí la sensación de ridículo, que todavía me dura.

Con el tiempo uno gana en experiencia y en tablas. Y hubo entrevistas posteriores que no me salieron tan mal. Las que aparecen en la prensa escrita no comportan la tensión de las que se hacen en los medios audiovisuales. Uno dice lo que buenamente puede, y a veces el periodista es lo bastante ducho como para evitar que quedes como un perfecto zoquete. Tal es el caso de los amigos Virgilio Liante y Ricardo Pérez, que hasta se las han arreglado para extraer de mí alguna idea interesante. Incluso he hecho entrevistas para la televisión de las que he quedado bastante satisfecho, aunque me da rabia que las cámaras me saquen siempre gordo, cuando en realidad soy un tipo tirando a estilizado. La mejor de todas fue aquella en que la presentadora me pidió que le sugiriera algunas preguntas, y yo casi le escribí el cuestionario completo. A diferencia de lo que me ocurrió con Ramón, esta vez sí que me supe todas las respuestas.

Pero aún hubo otro episodio de terror, y fue hace relativamente poco tiempo, cuando se supone que ya debía estar curtido en estos lances. Concretamente, fue en agosto del 2007, a propósito de la muerte de Umbral. Yo estaba en la playa con mi familia y me llamaron de una emisora de radio para pedirme una semblanza del maestro, al que conocí brevemente con ocasión del premio literario que lleva su nombre. La verdad es que Umbral apenas me hizo caso. Aun así, una vez me senté a su mesa y lo vi sufrir un episodio de reflujo gástrico, lo que sin duda me facultaba para profundizar en la dimensión literaria y humana del personaje. Lo que no había previsto era lo difícil que es hacer una entrevista tan solemne cuando se está en la playa rodeado de niños gritando, con la cinta del bañador oprimiéndote la cintura y la arena atormendándote el escroto. Al final hice el ridículo otra vez. Menos mal que en el momento más crítico, el móvil se me quedó sin batería.

En general, creo que con mis entrevistas no solamente no he logrado vender un solo libro, sino que he disuadido a unos cuantos lectores de leerme. Nadie me lo ha dicho, pero estoy seguro de que más de uno, al conocerme en persona, ha debido de pensar «Ah, pues no es tan tonto como parecía en sus entrevistas».

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/10/2008

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