La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 3 de octubre de 2008

Cortos



Qué cosas. Hace cuatro días yo era un muchacho y hoy, en el lapso de un parpadeo, me encuentro convertido en un señor de mediana edad. Y además lo parezco. Y no me refiero ya a que mi barriga se haya vuelto prominente y mi pelo tienda a ralear. Esos son detalles de poca monta, en absoluto privativos de los señores de mediana edad. Piénsese en la moderna abundancia de niños gorditos, esos vástagos de la consola y del bollicao a los que se refería mi amigo Antonio García en un reciente artículo.

Yo mismo estuve gordito a la edad de ocho o nueve años, aunque lo mío tuviera más que ver con el médico que con las tortas de manteca. Debió de tratarse de algún tipo de trastorno mental. La prueba es la naturaleza de los medicamentos que me prescribió el facultativo, cuyos nombres, por esos caprichos de la memoria, recuerdo a la perfección. Al consultarlos ahora en Google, compruebo que estaban indicados para tratar los delirios alucinatorios, la demencia y los trastornos de personalidad. De ahí colijo que mi infancia registró algún turbio episodio psicótico que he olvidado, y que mis progenitores han sepultado bajo una losa de silencio. Incluso me imagino levitando a dos metros de la cama, arrojando chorros de vómito verde o prorrumpiendo en obscenidades con voz de ultratumba, mientras un sacerdote, crucifijo en ristre, bramaba exorcismos en latín. Por suerte, no me acuerdo de nada. De lo que sí me acuerdo, y con ello retomo el hilo, es de que los fármacos y el reposo hicieron de mí un niño bastante lustroso, un infante de mollas flácidas y generosas lorzas, acentuadas si cabe por los pantaloncitos cortos que mi madre me obligaba a llevar durante todo el año, aunque cayeran chuzos de punta. Luego adelgacé y volví a ser un niño más o menos estilizado, y ya no hubo más episodios de levitación ni parrafadas en lenguas extranjeras aparte de las que aprendí en la academia Montserrat. Es ahora, de cuarentón, cuando vuelvo a ser un tipo robusto, aunque en proporción no lo estoy ni más ni menos que lo estuve de niño, o que lo están hoy en día las legiones del Counter-Strike y de la merendilla a base de grasas saturadas.

La robustez no es la clave del muermo de la mediana edad. Se trata de algo más sutil. Algo que tampoco puede cifrarse en la calvicie o sus aledaños, que estoy empezando a transitar con paso firme e impasible ademán. La prueba es que también existen jóvenes calvos. Mencionaré a cierto amigo de la universidad al que jamás le conocí un solo pelo perturbándole el cuero cabelludo, una alopecia radical y prematura que también aquejaba a su hermano más joven. Y, ya en el presente, a un par de amigos más o menos de mi edad, quienes compaginan su calvicie con una existencia dinámica que no se priva ni de correr esos medios maratones que organiza la Diputación.

Así pues, ni la calvicie ni las lorzas, sino algo inmaterial que podríamos denominar «apalancamiento», y que consiste en una sensación permanente de fatiga y hastío, un preferir quedarse siempre en casa, una reticencia creciente a cualquier cosa que ocurra fuera de las paredes del hogar, el monitor del portátil o los confines de la pantalla del televisor. No sé cuándo tuvo lugar el cambio. Tal vez el proceso se desatara cuando, a la edad de tres años, mi padre me encontró explorando la parte trasera del aparato de televisión en busca de Locomotoro. O quizás aquel funesto día en que yo, veinteañero aún, regresaba tan ufano del instituto donde había obtenido mi primer destino. Iba con mi maletín, mi barriga incipiente y mi barba, todos ellos recién estrenados. Y en esto que me cruzo con dos niños y oigo claramente como uno le dice al otro: «Mira, un profesor». Aquello me hirió, pero también me cambió. De repente comprendí que acababa de emprender el viaje sin retorno hacia la mediana edad.

Pero lo peor de estar apalancado, no es el deterioro físico que conlleva. Lo peor, con diferencia, es el modo en que nos embota el espíritu, volviéndonos insensibles para muchas cosas que merecen la pena, cosas que en ocasiones tenemos al alcance de la mano, pero que es necesario salir de casa para poder disfrutar. Tal es el caso de Abycine, nuestro festival de cine autóctono, que además celebra este año su décimo aniversario. He tenido que formar parte de uno de sus jurados para comprender las interesantes propuestas de cultura y ocio que mi ciudad me ofrece, y que estoy dilapidando por el hecho de ser un señor apalancado. En concreto, he sido jurado de la sección denominada «Videocreación Albaceteña», ocho cortometrajes de producción local, casi todos ellos rebosantes de gracia, de talento y de amor por el cine. Emitido ya el difícil fallo, deseo expresarles mi enhorabuena a los realizadores, a los actores y a los equipos técnicos, felicitar a los que se han alzado con galardones y animar a los que se han quedado en puertas a seguir intentándolo. Vuestros cortos made in Albacete me han divertido y me han hecho ver que ahí fuera hay cosas que merecen la pena. Aunque también puedan verse en internet.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/10/2008

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