La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 19 de diciembre de 2008

Cachivaches

Una forma de constatar el paso del tiempo es hacer inventario de los objetos que hemos ido acumulando en el transcurso de los años. La vida no es sino un acto prolongado de coleccionismo. Hay quien posee el don de saber desprenderse de lo superfluo y se limita a pequeñas y exquisitas colecciones. Admiro profundamente a esas personas: ni un objeto de más, nada que no responda a un propósito práctico o estético, cada cosa en su lugar. Otros, en cambio, amontonan trastos sin criterio, llenando cada rincón de objetos inútiles que atraen el polvo con mucha más facilidad que las miradas. Cierto amigo mío jamás tira una revista o suplemento de prensa, con lo que su casa se parece muchísimo a una vieja hemeroteca. Me temo que también yo pertenezco a esta segunda categoría de los que hacen acopio sin ton ni son. Las cosas, especialmente las cosas inútiles, se me quedan adheridas como las pelusas se pegan a las escobas. A modo de ilustración, diré que me resulta imposible dirigir la mirada a un solo punto de mi pequeño despacho sin toparme con algún trasto perfectamente inútil y probablemente feo, algo que de ninguna manera debería estar ahí. Vamos a prescindir de los libros, que forman parte de mí como mis manos y mis ojos. Centrémonos en las cosas cuyo propósito —si es que lo tienen— no es el de ser leídas. Hagamos inventario. A mi derecha una especie de canto rodado de aproximadamente un kilo de peso. Sobre él hay pintada una mariquita y, en torpe caligrafía infantil, la leyenda «felicidades papá». Mi hijo debía de tener cinco o seis años cuando confeccionó este pisapapeles para mí. ¿Cómo desprenderse de él? Junto al pisapapeles hay un reloj de mesa que me regalaron en el banco. Tuve que quitarle la pila, porque el segundero se movía con tal estrépito que me impedía totalmente la concentración. Sin embargo, que yo recuerde, es la única cosa que el banco me ha regalado. No podría tirar algo tan singular. Sobre mi escritorio hay un cenicero grande repleto de objetos de pequeño tamaño. Entre ellos, cinco o seis clavijas de aparatos electrónicos cuya utilidad desconozco o he olvidado. Con todo, algún día podría necesitar una de esas clavijas de forma desesperada, y entonces maldeciría mi estupidez en caso de haberla tirado. Hay también una especie de pez de goma de color rojo. No sé cómo llegó aquí. Pero ¿y si resulta que este pequeño juguete estuvo asociado a algún momento especial de mi vida? El hecho de que ahora no me acuerde no quiere decir que el recuerdo no vaya a surgir algún día. El pez se queda donde está. En un anaquel que hay a mi izquierda, haciendo guardia ante los lomos de los libros, contemplo un pequeño retén de soldaditos de plomo de diferentes épocas, vestigios de los primeros números de cierta colección de fascículos. Junto a ellos, una estampita de Santa Tecla, patrona de la informática. En lo alto de la estantería, dos máquinas de escribir que jamás volveré a utilizar y una caricatura enmarcada de Borges que recorté de un periódico. Y también un casco de hoplita griego, confeccionado en latón, que compré en un rastrillo. Curiosa pertenencia para alguien que ni siquiera ha hecho la mili. Al frente, una foto mía con unos siete años de edad. A ver, pequeñajo, ¿también tú acumulabas tanta basura? El niño carirredondo que fui asiente. Parece que acumular trastos es mi destino desde la infancia. Pero ¿dónde y cómo adquirí esta manía?

Seguramente mañana vaya a visitar a mis padres. Viven muy cerca de mi casa, en un piso que viene a ser el doble de grande que el mío. Siempre que voy, me asombra el modo en que mi madre ha logrado sepultar su casa bajo varias capas de trastos inútiles. Ella los llama «adornos». Muchos existían ya en mi infancia y han formado parte del paisaje de las sucesivas casas que hemos habitado. Otros se incorporaron cuando yo ya me había ido, quizás para rellenar el gran vacío que dejé atrás. En casa de mis padres apenas queda ya una superficie no agobiada por objetos. Los hay a centenares: figuritas de porcelana y adornos de cristal, platos decorativos y jarrones. Y ceniceros, docenas de ceniceros, aunque allí nadie fuma. Ahora que se aproximan las Navidades, probablemente haya no menos de seis nacimientos distribuidos por las distintas habitaciones. Apenas es posible adivinar el color de las paredes bajo las docenas de cuadros y retratos que cuelgan de ellas. Mi madre tiene tantas fotos enmarcadas de sus nietos que sería factible seguir el crecimiento de los niños con una precisión de menos de una semana. La casa de mi madre se ha convertido en un laberinto de cosas inútiles, una exposición de lo superfluo. Me gusta tirarle un poco de la lengua y le digo: «¿Cómo puedes vivir entre tanto cachivache? A ver si vas a tener el síndrome de Diógenes». Ella, acostumbrada a mi peculiar sentido del humor, contraataca: «Los enfermos de Diógenes acumulan basura, lo que yo colecciono son recuerdos». Comprendo que mi madre tiene razón, y que mi propio horror vacui  no es sino herencia y extensión de su celo coleccionista. Dice Gabriel García Márquez que algunas estirpes están condenadas a cien años de soledad. La nuestra está condenada a no limpiar jamás el cuarto trastero de la memoria. 

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 19/12/2008

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