Mañana me caso. ¿Quién me iba a decir que iba a
volver a vestirme de novio con mi casi medio siglo a la espalda? Pero la vida
no deja de sorprenderle a uno. Y algunas de esas sorpresas son incluso felices.
En general, los preparativos de esta boda han resultado agradables. No ha
habido nervios ni discrepancias ni interferencias familiares ni tensiones de
ningún género. Hemos elegido el Ayuntamiento de Chinchilla para celebrar el
acto, porque de ese modo añadiremos al enlace el placer de que nos case Arturo
Tendero, gran poeta, mejor amigo y encima alcalde. Y resulta que mi regalo para
los invitados será una recopilación de estos artículos que voy publicando
semana tras semana. Ya se habrán dado cuenta de que lo que suelo contar en
ellos son historias extraídas de mi propia vida. A poco que me hayan seguido,
también habrán comprobado la presencia recurrente de un segundo personaje al
que yo he dado en llamar «mi amiga». La conocieron cuando les conté que había
dejado caer su flamante smartphone
por la taza del váter, lo que a mis ojos le hizo ganar muchos puntos en belleza
y encanto (y eso que ya andaba sobrada de ambas cosas). También supieron de su
manía por embarcarme en imposibles trabajos de bricolaje, trabajos que casi
siempre acaban en catástrofe. Les conté que se las ingenió para hacerme
participar dos años consecutivos en la cabalgata de Feria ataviado de
manchegazo de pies a cabeza. E incluso para emprender una inolvidable excursión
al parque Warner en compañía de sus dos gemelas y de mi hijo post-adolescente,
que todavía no me lo ha perdonado. Creo que la última noticia que tuvieron de
ella fue la de su peculiar mudanza a base de empujar carritos de supermercado
por esas calles de Dios. Ya les dije que había participado activamente en esa
mudanza. Lo que omití fue que esa mudanza era también la mía.
Creo que ya habrán adivinado que «mi amiga» es en
realidad mi novia, la mujer con la que me caso mañana en Chinchilla. Sé que no
es este el lugar adecuado para contar intimidades (aunque seguramente ya me
habré saltado ese principio unas cuantas veces). Pero no me resisto a la
tentación de contarles una nueva historia sobre esta amiga que dentro de unas
horas se convertirá en mi esposa. Empieza hace casi catorce años, con un relato
que escribí inspirándome en una historia que Jorge Luis Borges esboza en su
libro Atlas. En ella conocemos a un
soldado que recupera la conciencia tras ser herido en una batalla. Al
despertar, se da cuenta de que no es capaz de recordar quién es ni cómo ha
llegado hasta allí. Su memoria está tan vacía como la de un niño recién nacido.
Penosamente, se arrastra hasta un riachuelo para saciar su sed y lavar sus
heridas. A continuación emprende un vagabundeo a través de un desierto sin fin.
Cuando está muy cerca de rendirse y dejarse morir, es recogido por unos
extraños mercaderes de ojos oblicuos que montan dromedarios. Ellos lo llevan
hasta una tierra vastísima que se halla al oriente del oriente. Allí, fiel a su
destino guerrero, vende su espada como mercenario. Estas eran las últimas
líneas del relato:
«En esta mi historia —acaso en todas las historias de los hombres— tan
solo el principio y el final importan, ya que el resto se reduce a un brevísimo
intervalo en el vacío. Baste, pues, con decir que sobreviví a muchas otras
batallas y que numerosas fueron las ocasiones en que mis armas se tiñeron de
sangre y de gloria. El inevitable desenlace no ocurrió hasta muchos años
después, cuando, tras regresar victorioso de una expedición contra un reino
enemigo, recibí con mi parte del botín una bolsa llena de monedas. Entre ellas
había una extraña pieza de plata, una moneda extranjera de la cual no pude
apartar la vista. En su anverso, vi representado a un hombre joven de rizados
cabellos; dos cuernos de carnero brotaban de sus sienes. Al cabo, noté el calor
de las lágrimas sobre mi rostro.
—¿Qué te ocurre? —preguntó mi capitán—. ¿Te atormenta alguna antigua
herida?
Negué con la cabeza y le mostré mi hallazgo.
—Contempla esta moneda —repuse con la voz rota por el llanto—. Es un
tetradracma de plata que yo mismo ordené acuñar para celebrar mi victoria sobre
el rey de Persia en Gaugamela, cuando todavía era Alejandro de Macedonia y el
Asia entera se estremecía al oír mi nombre.»
Y ahora se estarán preguntando qué tiene que ver
toda esta literatura con mi novia y con mi boda. Pues bien, ocurre que moneda
de plata con la efigie de Alejandro Magno, la que encontré por vez primera en
un libro del maestro Borges y evoqué en el cuento que les acabo de resumir,
volvió a aparecer en mi vida. Inevitablemente, colgaba del cuello de la mujer
que iba a cambiarlo todo, la mujer con la que contraigo matrimonio mañana. Algunas
veces da la impresión de que la vida tenga sentido, de que si prestamos
atención a las señales, acabaremos por encontrar el camino correcto.
Mañana brindaré por ustedes.
La Tribuna de Albacete, 18/10/2013
2 comentarios:
Que la ilusión no os abandone nunca. Es más importante que el aire.
Muchas felicidades por partida doble, puesto que además me consta que los emparejamientos formalizados en la madurez son los que mejor funcionan, (aunque ¿quién soy yo para estandarizar que la "madurez" comienza a partir de los 50?, ni que fuéramos melones).
Curiosamente, la mujer con la que comparto mi vida desde hace años también dejó en su día caer su smartphone por la taza del retrete. Desde entonces nuestra vida no ha sido la misma (como imagino que también le habrá pasado al smartphone).
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