La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 14 de octubre de 2013

Simulacros

 

Recuerdo que en mis años de facultad estaba muy de moda cierto ensayo titulado Cultura y simulacro, del filósofo francés Jean Baudrillard. Simplificando mucho, lo que Baudrillard venía a decir era que en la sociedad posmoderna se tiende a sustituir lo real por simulaciones o simulacros de la realidad. Para ilustrar su tesis, el autor echaba mano de un célebre relato de Borges titulado Del rigor en la ciencia, en el que se evoca un país donde la ciencia de la cartografía ha alcanzado tal grado de exactitud que los mapas son del mismo tamaño que los territorios que retratan. Así pues, resulta imposible distinguir el mapa del territorio, el objeto real del simulacro. La idea es sugestiva y aplicable a casi todos los aspectos de esta realidad que cada vez lleva más camino de convertirse en «hiperrealidad». Con todo, dudo que al publicar su libro Baudillard tuviera siquiera un atisbo del alcance que su teoría llegaría a cobrar en esta posmodernidad de la posmodernidad que ahora vivimos.
La realidad nos inquieta, nos da miedo, incluso asco. Cada vez nos sentimos más limitados en el mundo tangible y más cómodos en el mundo de los simulacros. Encerrados en sus casas, los niños pasan los fines de semana jugando con sus consolas. La que más les gusta es la wii, porque simula los juegos y deportes que antes se practicaban al aire libre, cuando las calles no eran todavía peligrosas. Mientras tanto, sus padres imaginan que tienen una vida social a través del Facebook, donde las relaciones son fáciles y agradables, sin los riesgos del grosero cara a cara. Algunos incluso han sustituido el sexo por un simulacro de sexo a través de la web. Baudillard nunca imaginó la dimensión que su teoría llegaría a alcanzar gracias a la popularización de la informática doméstica. El mundo se ha convertido en un laberinto de simulacros. La realidad queda en segundo plano, se desdibuja, desaparece. Casi todas las cartas son ahora e-mails, el ligoteo en bares y discotecas ha dado paso al e-dating, el libro de papel se ha convertido en e-book. Y ahora el cigarrillo de toda la vida se ha trasmutado en e-cigarette.
Las tiendas de cigarrillos electrónicos han surgido de un modo misterioso, casi de la noche a la mañana, como si de una confabulación se tratase. Al lado del instituto donde trabajo han abierto uno de estos extraños establecimientos, dos esquinas más allá hay otro, y me informan de la existencia de varios más diseminados por toda la ciudad. «¿Fumas o vapeas?», nos preguntan misteriosamente en los carteles publicitarios de los escaparates. Y aunque uno no haga ni una cosa ni la otra, el curioso neologismo le empuja a contemplar el género. Lo que venden es una mezcla entre boquilla y pluma estilográfica, junto con unas botellitas adornadas con dibujos de frutas. Nos informamos en el interior y resulta que las boquillas esconden una diminuta fuente de energía que se carga mediante una conexión USB, y que sirve para convertir en vapor el contenido de las botellitas. Así pues, uno puede aspirar vapor aromatizado dondequiera que se le antoje. Viene a ser como una cachimba portátil, pero sin cachimba. Pero lo más curioso es lo que las botellitas del mejunje fumable contienen nicotina en distintas concentraciones. Y entonces es cuando comprendemos que estamos ante el invento del siglo: nuestra legislación no prohíbe la inhalación y exhalación de vapor en locales públicos, de modo que los fumadores pueden ponerse ciegos a nicotina sin infringir ley alguna ni pasar frío en la puerta. Y luego está el aspecto terapéutico: podemos comprar el mejunje (que por cierto se denomina e-líquido) con concentraciones decrecientes de nicotina, hasta que llegue un día en que el contenido de nicotina sea cero y el vapeo se vuelva completamente inocuo. Por si fuera poco, podemos incluso comprarlo con sabor a tabaco, lo que viene a ser como tomarse una cocacola light sin cafeína (otro buen ejemplo de simulacro, por cierto).
Dejé de fumar hace catorce años. Mi hábito era compulsivo y mi adicción muy fuerte. Lo conseguí a la tercera y me costó horrores. En su momento, saludé la ley antitabaco como un progreso de nuestra sociedad. Ahora me vienen con esto del vapeo y no puedo dejar de imaginar los bares y restaurantes inundados por espesas nubes de vapor de aromas frutales, algo así como grandes baños turcos perfumados. Y ya no sé lo que es peor. Porque los efectos nocivos del consumo de tabaco (activo y pasivo) ya los conocemos bien. Todos hemos visto en las cajetillas las fotos de dientes negros y bronquios arrasados. Los efectos del vapeo, sin embargo, todavía no se han estudiado a fondo, aunque creo que el principal es muy evidente: uno debe de sentirse muy gilipollas chupando ese artilugio en público.

Por cierto, al lado de la tienda de cigarrillos de vapor han abierto otra en la que venden complementos dietéticos para culturistas, es decir, simulacros de auténtica comida. Menos mal que al otro lado hay una tienda de bicicletas de las de verdad.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 11/10/2013

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