Siempre he envidiado el talento de Antonio García Muñoz como columnista. Me refiero ese tipo con gafas que ocupa este mismo espacio cada lunes. A mí me cuesta horrores llenar estos centímetros cuadrados de papel con algo mínimamente legible. Él, en cambio, resuelve su colaboración semanal con tal brillantez que más de una vez me he preguntado si no tendrá suscrito un pacto con el diablo. Admiro la elegancia de su prosa y el ingenio que derrocha en sus argumentos. Pero lo que me hace rechinar los dientes de envidia es su modo de estar al cabo de todo, esa omnisciencia portentosa que le permite escribir con autoridad y soltura sobre los temas más diversos, desde el carnaval a la alopecia, como si sus gafas de miope fueran en realidad gafas de rayos x con capacidad para penetrar en la esencia misma de las cosas. No soy yo muy dado a alimentar la vanidad de nadie, y menos la de Antonio, que ya tiene el ego bastante subido merced a las lisonjas de sus docenas de amigas repartidas por toda la geografía nacional. Sin embargo, cierto día que ambos paseábamos por el parque de Abelardo Sánchez (hará de esto seis o siete años) no tuve más remedio que hacerlo partícipe de mi admiración.
«Gracias, hombre, gracias», me dijo hinchándose como un bizcocho dentro del horno. «Pero no es para tanto. En realidad tengo un pequeño truco para estar bien informado.»
«Ajá», pensé yo. «Entonces era verdad que tenía un pacto con Mefistófeles. Esto explica también su éxito con las mujeres.» Y casi me pareció olfatear un rastro de azufre en torno a mi amigo, por más que él suela regarse profusamente con Varón Dandy.
«He encontrado un aleph», declaró entonces Antonio con voz enigmática.
Inmediatamente me vino a la memoria el famoso relato de Jorge Luis Borges. En el cuento, un poetastro conocido del autor encuentra un aleph en el sótano de su casa. Y aclaro que un aleph es una especie de ventana desde donde son visibles todos los lugares del orbe, con todo lujo de detalles y de forma simultánea. Lo primero que piensa Borges es que aquel mal poeta ha perdido el juicio. Y eso exactamente pensé yo de mi pobre amigo. Eso o que se estaba cachondeando de mí.
«¿Y dónde está ese aleph, si puede saberse?»
«Aquí mismo, en el parque», respondió Antonio sacudiendo la cabeza ante mi incredulidad. «Un día estaba paseando mientras pensaba en posibles temas para mi próximo artículo. Entonces vi que una ardilla trepaba por el tronco de un pino y se colaba por un agujero que estaba más o menos a la altura de mis ojos. Me asomé para curiosear y comprobé que desde allí podía observarse el universo entero. Desde entonces nunca ha vuelto a faltarme inspiración para mis artículos. Me basta con venir al parque y asomarme a mirar.»
«¿No te referirás a ese pino?», pregunté señalando hacia un árbol con un agujero en la corteza, el quinto de la derecha contando desde el lugar donde estábamos.
Mi amigo me miró con desconfianza y reflexionó durante unos instantes. Acto seguido lo vi asentir. Se trataba sin duda de una broma, pero a mí nunca me ha faltado el sentido del humor. De modo que me acerqué al árbol y miré dentro del famoso agujero. Durante unos segundos no vi más que oscuridad y me preparé para oír la carcajada de Antonio a la espalda. Luego noté que todos los ruidos del parque cesaban de repente. Y entonces, como una ráfaga de luz abrasadora, vi el aleph.
Vi una pálida criatura octópoda arrastrándose por el fondo de una fosa oceánica. Vi una araña que tejía su tela en el negro interior de una pirámide, y la osamenta calcinada de una vaca en un desierto de Arizona. Vi el camarín de la Virgen de los Llanos, donde un misterio espantoso aguarda todavía ser descubierto. Vi un despacho municipal donde un concejal del partido gobernante copulaba de forma ilícita y salvaje con una concejala de la oposición. Vi los incontables granos de arena del Sahara. Vi un laboratorio de máxima seguridad en la base aérea de Los Llanos, donde se custodia el cuerpo de un alienígena conservado en formaldehído. Vi, en Buenos Aires, a una mujer que no olvidaré. Vi a un cuchillero rematando la navaja con la que habrá de cometerse el mayor magnicidio de la historia. Vi a un profesor de instituto bajarse películas porno con un ordenador portátil donado por el presidente Barreda. Dentro de un ataúd, en un cementerio ginebrino, vi la reliquia atroz de lo que un día fue Jorge Luis Borges. Vi mi propio cogote asomado al tronco del pino. Vi a Antonio mirándome y vi el Aleph, desde todos los puntos posibles. Y entonces mi vista se enturbió y tuve que dejar de mirar.
«¿Qué tal?», preguntó Antonio mientras yo parpadeaba bajo la luz del sol, aunque ésta era sólo el fulgor de una cerilla comparada con el millón de luminarias que ardían dentro del aleph. Y entonces tuve que soltar una carcajada. Porque acababa de ver la cara de mi amigo cuando le dijera, como estaba a punto de hacer, que el ayuntamiento había decidido cerrar el parque durante un año y talar unos cuatrocientos pinos. De modo que vete buscando un nuevo aleph, compañero.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 6/3/2009
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