Había estado ahí desde siempre, o al menos desde que a mí me alcanzaba la memoria. Según la versión oficial fue construido a principios de los 40 con el fin de suministrarle agua a la población. Pero ni los más viejos eran capaces de recordar una época en la que faltara de su emplazamiento (un pequeño parque al noroeste de la ciudad), o que jamás hubiera servido propósito hidráulico alguno. Gris y vertical en mitad del horizonte, su único cometido parecía el de volvernos visibles, recordándole al mundo que en aquel rincón apartado e inhóspito existía una ciudad. En otros lugares se vanagloriaban de su patrimonio arquitectónico, de sus palacios, sus catedrales o sus deslumbrantes rascacielos de acero y cristal. Nuestra marca distintiva era una sencilla torre de hormigón de 70 metros de altura a la que, de forma un tanto incongruente, llamábamos «el Depósito del Agua».
Cuando yo era pequeño me parecía que el parque de la Fiesta del Árbol y su Depósito estaban muy lejos, en un territorio fronterizo donde morían las calles y acababan las cosas cotidianas. Apenas iba por allí una vez al año, el día de Jueves Lardero. Y siempre tenía la sensación de que me encontraba en un lugar fuera de lo común. Había un paseo de álamos donde las cortezas de los árboles estaban historiadas de fechas, nombres y corazones. También un estanque de agua turbia en el que nadaban perezosas unas carpas de tamaño desmesurado. Y una placita donde los maletillas se ejercitaban en pases y suertes. Pero la principal atracción siempre fue el Depósito, aunque al llegar allí uno invariablemente se sentía algo decepcionado, porque visto de cerca resultaba más pequeño de lo que cabía imaginar desde la distancia. A mí, sin embargo, la proximidad de la torre me provocaba una oleada de afecto difícil de comprender. Su pétrea silueta recortándose contra el sol de febrero tenía un efecto sedante, como si lo que gravitaba sobre nuestras cabezas no fuera una fea torre de hormigón, sino el genio protector de la ciudad, su centinela. Y en una ocasión recuerdo que pegué mi cuerpo de niño a su base redonda y la abracé como si se tratara de un padre o de un abuelo. Y entonces, lo juro, creí notar una respuesta, una fuerza latiendo suavemente en el corazón de hierro y cemento del Depósito del Agua.
Pasaron los años, la ciudad creció, pero el Depósito siguió allí, inalterado, observándolo todo desde su puesto de vigía. Hubo un alcalde que quiso convertirlo en un mirador-restaurante, aunque por suerte semejante profanación nunca se llevó a cabo. De modo que la torre mantuvo su rango de tótem y símbolo. Y los habitantes de la ciudad, que ahora éramos casi el doble que en el año de mi nacimiento, persistimos en nuestra vocación de solitarios, de seres perdidos en medio de un páramo hostigado por el viento y el frío, lejos de todo y de todos, en un lugar donde nadie en su sano juicio habría fundado un asentamiento humano. A veces la soledad era tan intensa que nos sentíamos como los habitantes de una colonia antártica. Pero amábamos las calles de nuestra pequeña ciudad, y en los peores momentos siempre podíamos alzar la vista hacia el Depósito del Agua, nuestro recordatorio para el mundo de que aún existíamos, como una banderita clavada en la región más desolada del mapa del olvido.
Pero ni siquiera el querido Depósito podía protegernos para siempre de los embates del tiempo y de la soledad. Y llegó un día en que la ciudad empezó a decaer. La gente comenzó a marcharse, un lento goteo que pronto adquirió el rango de éxodo. Se cerraron todos los cines, incluso los de los hipermercados, y luego cerraron también los hipermercados. Y hasta las tiendas del centro comenzaron a colgar el cartel de cerrado. Aquella deserción masiva se acentuó de tal modo que incluso era posible encontrar sitio para aparcar en pleno centro. Nos quedamos sin trenes, y los autobuses apenas se detenían el tiempo necesario para recoger a los que huían por millares. Y entonces vino el invierno más frío de todos, y los que nos habíamos resistido a marcharnos pensamos que había llegado el final y que debíamos resignarnos a nuestro destino de sombras en una ciudad fantasma. Y fue entonces, justo entonces, en la noche más larga de aquel invierno, cuando el Depósito de la Fiesta del Árbol comenzó a emitir una luz sobrenatural, una luz como nadie había visto nunca, y de su punta surgió un haz dorado que parecía traspasar el cielo. Todos oímos la llamada: «Venid, venid». Y nos pusimos en marcha dejando atrás nuestros enseres, pues comprendimos que allá donde íbamos no los íbamos a necesitar. «Venid, venid». Y formamos largas filas a lo largo de las calles desoladas, hasta llegar a la torre, que ahora relampagueaba y brillaba con tal fulgor que no era posible mirarla sin protegerse los ojos. «Venid», nos decía la torre. Y todos vimos que sobre ella las nubes se habían abierto y dejaban ver un cielo nocturno tachonado de constelaciones. «Venid». Y cuando todos hubimos entrado, empezamos a oír un fragor que era como el de mil tormentas desatadas, la fuerza que iba a conducirnos a todos nosotros, los que habíamos resistido, los supervivientes, hacia nuestro auténtico destino entre las estrellas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/3/2009
3 comentarios:
Qué interesante giro hacia la narrativa fantástica ha dado este blog/columna. Sin desmerecer los artículos de opinión y las historias cotidianas que nos has ido contando, que fue lo que me enganchó a leerte.
Un abrazo de una alumna de hace muuuuchos años.
Ana Belén
Pues muchísimas gracias, Ana Belén. Espero seguir viéndote por aquí, aunque me temo que esta serie de mini cuentos fantásticos ambientados en Albacete va a terminar pronto.
Qué pena, Eloy. Ahora que ando lejos de Albacete, y vivo en una ciudad muy monumental y con mucha historia, echo de menos ese ambiente de pueblo del oeste abandonado que me parecía Albacete en mi adolescencia, y que me cuadra mucho con ese tipo de historias sobrenaturales que te has ido imaginando.
Seguiré por aquí, seguro, te leo desde hace más de un año, pero nunca te había comentado. No voy a perder la costumbre ahora...
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