Siempre que iba al centro de la ciudad procuraba incluir el pasaje de Lodares en su ruta, especialmente cuando el calor comenzaba a apretar. Entonces aquellos cien metros de pasaje modernista, entre la calle Mayor y la del Tinte, se le figuraban un refugio, un auténtico oasis. De repente había dejado atrás el asfalto hirviente y el sol asesino para sumergirse en un reino de frescor y luces difusas, de sonidos suaves y amortiguados. Era como estar en otro lugar, incluso en otro tiempo, en una ciudad más hospitalaria y amable que la que acababa de dejar atrás, lejos de sus conductores amantes del claxon y de sus peatones enredados en interminables soliloquios con sus teléfonos móviles. Le resultaba placentero saludar con un gesto a las cariátides de estuco de la entrada, y después avanzar lentamente entre aquella reconfortante simetría de columnas y balcones, todo un homenaje a la belleza y al buen gusto, cualidades que parecían haber desertado de las calles de la ciudad moderna. Aunque tuviera entre manos algún recado urgente, procuraba demorarse lo más posible en recorrer aquellos escasos setenta metros de galería acristalada, tomarse su tiempo para disfrutar de su sosiego y de su luz de otra época, con su calidad irreal, como de ciudad sumergida. Y al alcanzar el centro del pasaje, siempre hacía un alto ante el escaparate de la tienda de lencería.
Probablemente no haya un solo hombre capaz de resistirse al reclamo de un escaparate de lencería. Con todo, la mayoría procuran mirar disimuladamente por miedo a hacer el ridículo o a provocar el enojo de su pareja. Él ya no tenía pareja, y el miedo al ridículo había dejado de inquietarle mucho tiempo atrás. Además, lo que se detenía para contemplar no era el escaparate en sí. Nunca había pecado de fetichista, y aquella profusión de sedas y de encajes le resultaba extravagante y casi de mal gusto. Lo que lo atraía una y otra vez, como una polilla al reclamo de una vela, no eran los tangas ni los sujetadores, y mucho menos las fotos publicitarias de modelos luciendo su palmito, sino la solitaria dependienta que aguardaba tras un mostrador al fondo de la diminuta tienda, una muchacha de rostro ovalado y mirada triste que se recogía el pelo en una coleta. Desde la primera vez que la vio al otro lado del cristal, ya hacía de ello algunos meses, pensó que nunca hubo persona menos apropiada para el trabajo de dependienta de mercería. En aquel santuario consagrado a la vanidad, aquella joven recatada y modesta era como un gorrión dentro de una jaula de oro. También pensó que, si alguna vez volviera a enamorarse, su elegida sería sin duda una muchacha como aquélla.
Nadie hubiera descrito a la dependienta de la mercería como una belleza, al menos no como una belleza al uso. Era tan pálida y delgada como la modelo de un pintor prerrafaelista. Pero aquella frágil delicadeza despertaba en él sentimientos que creía extinguidos desde mucho tiempo atrás, desde aquella tarde funesta de hacía diez años en que lo llamaron para decirle que Elena, con la que llevaba apenas unos meses casado, acababa de morir en un accidente de tráfico, y con ella la criatura aún no nacida que iba a ser el primer hijo de ambos. Desde entonces había transitado por la vida como un sonámbulo, sin otro deseo que el de renunciar para siempre al deseo. Pese a su condición de viudo joven y de buen ver, no había vuelto a salir con una mujer. Muchas veces había recibido insinuaciones de conocidas y compañeras de trabajo, pero él siempre las había rechazado con cortés firmeza, pues la idea de entablar una nueva relación le resultaba tan extraña como la de participar en un reality show televisivo. La muchacha de la mercería, en cambio, le hacía sentir un suave calor dentro del pecho, en esa zona de su ser que creía tan fría y devastada como el paisaje después de una explosión nuclear. Cuando se detenía para contemplarla desde el escaparate, experimentaba algo que se parecía mucho a la felicidad, o al menos al vago recuerdo que conservaba de la felicidad, en especial aquella primera vez en que ella reparó en su presencia y en su mudo ejercicio de adoración, y le devolvió la mirada con una sonrisa.
Desde entonces volvía una vez tras otra al pasaje de Lodares. Disfrutaba de la calma, del frescor y de la suave luz. Y también de los ojos azules de la muchacha de la tienda de lencería. Y de la forma en que su blanca tez contrastaba con el lustre rojo de sus labios, esos labios que ahora siempre esbozaban una sonrisa cuando lo veían detenerse. Incluso imaginaba que un día reuniría el valor suficiente para entrar en la tienda e invitarla a salir, y que ella aceptaría. Aunque en su fuero interno sabía que dicha conversación nunca iba a tener lugar, porque la muchacha de la tienda de lencería se parecía demasiado a Elena, su mujer muerta hacía diez años, para ser otra cosa que una jugarreta de su imaginación, una sombra del pasado, igual que las cariátides, las columnas y la luz que bañaba con su calidad irreal aquel viejo pasaje en el corazón de la ciudad. Luz antigua, luz muerta, luz de otros días.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 13/3/2009
1 comentario:
nice blog dude.....................
Publicar un comentario