La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 31 de agosto de 2008

Días contados



El verano tiene los días contados. Qué modo tan obvio de comenzar un artículo. Y a la vez, qué pensamiento tan triste. Como ya he dicho en alguna otra ocasión, he pasado este verano en Carcelén, que ahora se encuentra en plenas fiestas. El viernes pasado se celebró la carrera de los Montones, ganada este año por un chico llamado Kevin, de aspecto totalmente autóctono a pesar de su nombre anglosajón. Kevin, el de los pies ligeros, venció por un amplio margen tras lanzarse a tumba abierta monte abajo, en plena noche y con una antorcha en la mano. Ríanse ustedes de las hazañas olímpicas. Pero este momento épico es el único de las fiestas que me parece interesante. Por lo demás, cada noche los fragores de la verbena revientan la madrugada, haciendo imposible el descanso. Los adolescentes campan a sus anchas mientras los padres empinan el codo. Chicos de catorce y quince años se comportan como rufianes y les faltan el respeto a los mayores. Los jóvenes se apiñan en botellones, una práctica que si en el medio urbano es molesta, en el rural resulta aborrecible. Los niños —incluido el mío— añaden su granito de arena  haciendo explotar petardos a todas horas. Los días son ruidosos y las noches un infierno. En fin, lo clásico de unas fiestas patronales verdaderamente divertidas, al menos tal y como se entiende la diversión en este país, es decir, como sinónimo de ruido y molestias sin fin.

Pero es el precio que hay que pagar por un fabuloso verano de noches frescas y de días luminosos en los que las horas parecían multiplicarse, e incluso ramificarse. Gracias a estos días lentos que se disfrutan en el pueblo, todos mis proyectos literarios veraniegos han llegado a buen puerto. Por supuesto, este tiempo rural, ramificado y lleno de recovecos, me ha permitido también escribir estos artículos, que conforme transcurrían las semanas iban tornándose algo soñolientos y tal vez no demasiado inspirados. Pero lo cierto es que, si hago la suma, el saldo que obtengo es el de unas vacaciones activas y fecundas, lo que habría sido del todo imposible en la canícula albacetense, con su asfalto reblandecido y las obras urbanas en su punto álgido de caos y de ruido.

Un verano que termina con los deberes hechos es un motivo de satisfacción. Máxime cuando también ha habido tiempo para observar el crecimiento de mis rosas en el patio, y para maravillarme del modo en que éste se iba convirtiendo en una pequeña jungla donde estaban representadas no menos de veinte especies distintas de insectos, de los que pican, de los que hacen ruido y de los que sencillamente dan por saco según les dicta su peculiar naturaleza. Lástima que, además de ejercer como aprendiz de jardinero y de entomólogo, no me haya decidido a materializar otro de mis proyectos de este y de todos los veranos, la eterna aspiración de hacer más ejercicio, perder peso y mejorar mi forma física. Como mi mujer me recuerda a diario, en este capítulo he seguido más bien el camino inverso. Y para comprobarlo no he tenido más que asistir a una boda e intentar enfundarme prendas que no usaba desde hacía unos meses. Algo debe de ocurrirle a mis armarios, porque la ropa encoge en ellos de un modo misterioso. Como dijo el entrañable Homer Simpson, «¿Por qué habré sido maldecido con esta debilidad por los aperitivos?»

Ciertamente, no ha sido un mal saldo para un verano. ¿Por qué entonces esta sensación de desasosiego, de nostalgia anticipada? Puede parecer algo inmoral que un profesor se queje porque se le acaban las vacaciones, pero me temo que mi síndrome postvacacional de este curso va a ser de aúpa. Ya lo está siendo. Mi mayor aspiración en este instante, mientras me dispongo a hacer las maletas para regresar a Albacete, sería disponer de una máquina del tiempo, aunque fuera una de corto alcance. Me conformaría con que el ingenio pudiera transportarme de nuevo a los albores del mes de julio, cuando parecía que este verano que ahora termina no iba a acabarse nunca, como esos veranos infinitos que recordamos de la infancia. Hoy todavía hace calor, pero es un calor con olor a churros, un calor propio de la Feria, que a pesar de la bulla, el desenfreno y los entusiastas mensajes de los políticos, siempre me ha parecido la época más deprimente del año.

Cuánto no daría por poder rebobinar este luminoso verano y volver a los días incandescentes de julio, a los gin tonics en el patio y al zumbido de las avispas, incluso con todos mis proyectos literarios inconclusos, con todos los deberes sin hacer. El regreso a Albacete, a la vida activa, será esta vez un doloroso trámite. Me sentiré como recién llegado de un viaje muy largo del que no me apetecía volver. Y eso que durante los dos últimos meses apenas me he alejado de la capital. Aunque el viaje no es sólo una cuestión de distancia, y de un modo muy real, sí he emprendido un viaje a un lugar que pronto estará muy lejos, en el otro extremo del planeta. Un viaje lleno de serenidad, de belleza y de luz. Un viaje al corazón del verano.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 29/8/2008

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