La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 7 de agosto de 2008

¡Chantaje!



Ya me he referido con anterioridad al grupo de humoristas británicos Monty Python y a su inolvidable serie de televisión. Estos tipos absurdos y geniales fueron unos adelantados en muchos aspectos. Ellos fueron, por ejemplo, los primeros en usar la palabra «shit» («mierda») en un programa de la BBC. Y años más tarde, aprovechando la muerte de un miembro del grupo, se convirtieron en los pioneros en decir «fuck» («joder») en un funeral. En un sketch realizado en 1970, ya se mofaban del sensacionalismo de los reality shows televisivos cuando éstos ni siquiera existían. El sketch se titulaba «¡Chantaje! »

Aparece en pantalla un vociferante y entusiasmado presentador (Michael Palin), quien nos explica la mecánica del show. Se va proyectar una filmación de cámara oculta. En ella veremos a un ciudadano incurriendo en alguna conducta censurable o indecorosa. Empieza el concurso. Vemos al clásico gentleman inglés con paraguas y bombín (Terry Jones) que avanza hacia la puerta de una vivienda, mientras lanza miradas furtivas a ambos lados. La película progresa y una cifra en libras esterlinas se incrementa al pie de la pantalla. En la puerta aparece una insinuante señorita vestida únicamente con un salto de cama. El caballero entra y el presentador elogia el valor y la deportividad del involuntario concursante, pues el teléfono pertenece mudo aunque el «chantajeado» puede llamar en cualquier momento para interrumpir la proyección. La cámara se desplaza hacia la ventana del dormitorio, en el segundo piso. Segundos más tarde aparecen de nuevo el caballero y la señorita. Ella se despoja del salto de cama y muestra el corpiño negro que lleva debajo. El caballero, con gesto de extrema lascivia, comienza a quitarse los pantalones. Entretanto, ella saca un látigo y se dirige a él con gesto imperioso. En ese instante suena el teléfono. «¿Diga? —responde el presentador—. Ah, ¿cómo está usted, señor? No se preocupe, nosotros no nos dedicamos a hacer juicios morales. Sólo nos interesa el dinero… Sí, tome nota de la dirección a la que debe mandarlo...»

En verano apenas veo la televisión. En la minúscula tele de 15 pulgadas que tenemos en la casa del pueblo, más que ver los programas, es preciso desentrañarlos. Por eso casi siempre opto por sentarme en el patio a beber gin tonics. La única ventaja de esta raquítica tele es lo útil que resulta para mantener las distancias con la programación. Eso de verlo todo pequeñito es ideal para ejercer la crítica televisiva con auténtica mala leche. Y también para comprobar que los Monty Python gozaban del don de la profecía. Aunque se quedaron cortos.

Hace poco vi un programa cuyos concursantes tenían que pasar la prueba del detector de mentiras y responder a un cuestionario verdaderamente impertinente sobre su vida privada. Luego, en el plató, les repetían las preguntas, pero esta vez delante de sus cónyuges, familiares, amigos y toda la corte celestial. Si el detector de mentiras les daba la razón, iban acumulando dinero. Pero al primer renuncio lo perdían todo. En el programa que yo vi, un joven camionero confesaba que tal vez tuviera varios hijos ilegítimos repartidos por ahí, todo ello ante su sonriente esposa, que parecía incluso complacida, no sabemos si por la virilidad del marido o por el dinerito que pensaba embolsarse a costa de las fechorías del muy pendón. El problema fue cuando le preguntaron si estaba enamorado de su mujer y contestó que sí, y después de la publicidad todos supimos que no, que era mentira, según el detector. Vaya cara se le quedó a su santa. Menuda catarsis, amigos.

Pero son aún peores esos programas que disfrazan su bazofia de servicio público, y me refiero concretamente al de Mercedes Milá, dignísima sucesora de Javier Sardá en sus momentos más cochambrosos. La cosa iba de pederastas y de internet. El gancho era una «redactora» del programa, canija y poco desarrollada ella, que se hacía pasar por una niña de 13 años. A través de un chat entraba en contacto con cierto menorero al que ponía más caliente que una estufa. Sin acabar de creerse su buena suerte, el tipo lograba convencer a la presunta lolita para conocerse en persona. Se encuentran en un parque, ella vestida de colegiala. El babeante adulto trata de seducirla con una retórica bastante pedestre. Y todo esto se graba con cámara oculta mientras la justiciera Milá aguarda apostada en las inmediaciones. En cierto momento, el menorero invita a la colegiala a irse con él a un hotel. Entonces la intrépida Milá clama «¡Ya está bien!», y salta de su escondrijo. Mientras la colegiala pone pies en polvorosa, la periodista se planta ante el monstruo y lo increpa: «¿No te da vergüenza? ¡Pedazo de degenerado!».

No sé qué opinarán ustedes. Yo creo que programas como éstos harían vomitar al Marqués de Sade. Pero igual que el presentador de «¡Chantaje!», renuncio a hacer juicios morales. Y menos con este calor. Así que mejor apago la televisión y me tomo un gin tonic en el patio. ¿Gustan?

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 1/8/2008

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ese sketch es genial. No sé porqué a la gente le da por seguir a Nostradamus, si tenemos a nuestros Monty Python, más creibles, y por supuesto, infinitamente más graciosos.

La televisión es un asco, desde los noticiarios sensacionalistas hasta los aclamados diarios del corazón. Por otro lado, ¿no tenemos la televisión que os merecemos? ¿No es digno retrato de nuestra sociedad decadente, morbosa e infesta? Como diría mi abuela, que Dios nos pille confesaos.

Un saludo, Eloy.

C.