La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

jueves, 14 de agosto de 2008

Tangos



Santos Discépolo, Contursi, Filiberto, Ranazzo. El Buenos Aires de los 20 y de los 30. Boliches y cafetines del arrabal. Malevos y compadritos. Tauras y cantores. Broncas y entreveros. Aquel barrio plateado por la luna y aquella pebeta cuyos ojos acarician al mirar. Nostalgia de las cosas que han pasado. Y Gardel, siempre Gardel. Con su pitillo humeante y su voz de terciopelo y noches de farra. Sonidos embalsamados a 78 revoluciones por minuto. Un tiempo viejo preservado en las letras del tango, grabadas en la memoria a fuego y cuchillo. Y en los acordes de guitarras y bandoneones, que crujen con la carcoma de los años como arena bajo los pies. Cada acorde un lamento, cada verso una epopeya en miniatura. Borges lo dijo: Una mitología de puñales / Lentamente se anula en el olvido; / Una canción de gesta se ha perdido / En sórdidas noticias policiales. El tango, «la secta del cuchillo y del coraje», a la que muchos permanecemos fieles desde el tiempo y la distancia.

El tango es multiforme, como toda buena música. Es capaz de reinventarse, de absorber y adaptar estilos y modas. Es popular y es culto. Poético y obsceno. Violento y sentimental. Pero existe un poso, un corazón, que permanece intacto desde que, en 1917, Gardel registró en disco su primer tango. Se titulaba Mi noche triste, y en su letra y sus compases se prefigura ya la edad de oro del tango, que alumbraría las dos décadas siguientes. Sus ecos resuenan, por ejemplo, en el celebérrimo La cumparsita, a cuyo protagonista, en el colmo de la desgracia, no sólo lo abandona su amada, sino también su perro: Y aquel perrito compañero, que por tu ausencia no comía, al verme solo el otro día, también me dejó. A veces el abandono hace caer al hombre en la desesperación y la bebida, como en el tango El tabernero, que, en su amarga desolación, incluso se permite una reflexión teológica sobre la condición del borracho: Todos los que son borrachos, no es por el gusto de serlo, sólo Dios conoce el alma que palpita en cada ebrio. Aunque quizás el máximo exponente del «tango-curda» sea Tomo y obligo, al final del cual se nos brinda esta categórica advertencia: Siga un consejo, no se enamore, y si una vuelta le toca hocicar, fuerza, canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar.

Hombres machos, muy machos, tanto que su despecho amoroso culmina a veces de una forma brutal y homicida (con un «episodio de violencia machista», se diría hoy). Entre los que no pudieron consentir la cornamenta y decidieron tomarse la justicia por su mano, es famoso el protagonista de A la luz de un candil, quien, al entregarse a la policía, le confesó al comisario: Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta, las trenzas de mi china y el corazón de él. O aquel otro que vuelve a su casa una Noche de Reyes para descubrir que su esposa lo engaña con el amigo más fiel. Y una vez perpetrado el doble crimen, alcanza el colmo del horror al constatar que el nene dormido ha dejado fuera sus zapatos, porque espera un regalito y no sabe que a la madre, por falsa y por canalla, su padre la mató.

Por fortuna, a veces no hace falta caer en el crimen pasional, y es el propio tiempo el que se encarga de tomar venganza. Sola, fané, descangayada, la vi esta madrugada salir de un cabaret, nos cuenta con cinismo el amante burlado que encuentra a su antiguo amor, años después, hecha un cascajo y con pinta de gallo desplumao. Aunque, no nos engañemos, por lo general es la despiadada mujer la que gana, como puede atestiguar el hombre aquel que estuvo un mes sin fumar para regalarle a su caprichosa amada el tapado de armiño que exigía. O el matón compadrito de Malevaje (quién te ha visto y quién te ve), que se lamenta del siguiente modo: No me has dejao ni el pucho en la oreja de aquel pasao malevo y feroz. Ya no me falta pa' completar más que ir a misa e hincarme a rezar.

Pero más fiera es la venganza del tiempo y del olvido, que todo destruye. Lo sabe quien haya escuchado Volver, la cumbre lírica del tango: Volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien. O quienes han recorrido aquel caminito que el tiempo ha borrado de la mano de Gardel, que cada día canta mejor. El tiempo, compañeros, que todo lo borra. Y la muerte como única certeza. Sólo queda lamentarse, aunque de nada sirva. Todo es mentira, mentira este lamento, hoy está solo mi corazón. En conclusión, el que ande necesitado de esperanza, que no la busque en un tango: Aunque te quiebre la vida, aunque te muerda un dolor, no esperes nunca una mano ni una ayuda ni un favor.

Tangos, viejos tangos, hermosos y canallas, amargos y dulces como la vida. Son, igual que la buena literatura, una excusa que nos brinda el arte para vivir otras existencias. Borges lo sabía y nos lo dejó escrito: El tango crea un turbio / Pasado irreal que de algún modo es cierto, / El recuerdo imposible de haber muerto / Peleando, en una esquina del suburbio.

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacee el 8/8/2008

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