La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 31 de agosto de 2008

Lo que Dios ha unido



A pesar de todas las advertencias en contra que han recibido últimamente, mis amigos Rosabel y Ricardo se casan hoy. Bendita inconsciencia. Y ya que la cosa no tiene remedio, ¿qué menos que dedicarles esta columna a modo de felicitación? Ricardo es, además de burgalés de pro, periodista, escritor y músico. En cuanto a la novia, además de muy guapa, Rosabel es nada menos que mi dentista. Una pareja con la que conviene estar a buenas. Él, un representante del Cuarto Poder. Ella, la persona que más daño puede hacerte, con permiso de hijos, cónyuges y demás familia. Menos mal que hasta el día de hoy ambos se han portado la mar de bien con un servidor.
Para la gente de mi generación, nada más siniestro que un dentista. Recuerdo que cuando volvía del colegio y enfilaba la calle en la que cierto dentista había fijado su consultorio, siempre me encontraba la acera sembrada de esputos de sangre. Y a veces incluso me topaba con alguna víctima de la brutalidad odontológica de aquel señor, pálida, descompuesta, apretando la palma de la mano contra su quijada dolorida. Todo esto debió de provocarme algún tipo de trauma infantil, pues no me atreví a ir al dentista hasta bien cumplida la treintena, con la mala suerte de aquel facultativo resultó tan siniestro o más que el que yo recordaba, e incluso creí ver en él un punto de locura. Tuvo que ser la gentil Rosabel quien, con su simpatía, su profesionalidad y sus habilísimas manos, me reconciliara con el gremio de los sacamuelas. Gracias a ella, ahora tal vez mi dentadura aguante unos años más. Y unos años más sin tener que dejar los dientes en un vaso de agua no son moco de pavo. Por eso y por librarme de un trauma infantil, mil gracias.
A Ricardo lo conocí primero por escrito. Cuando a cierto sector montaraz de la «crítica» local le dio por darme estopa, Ricardo, al que nunca había visto en persona, me levantó la moral con una bondadosa reseña de una de mis novelas, un gesto por el que siempre le guardaré gratitud. Desde entonces nunca me ha faltado su apoyo en cuanto proyecto literario me he embarcado, en forma de colaboración, de difusión o de ambas cosas. Expresado en su jerga de roquero, «en el periódico en que yo curre, siempre tendrás barra libre». ¿Cómo no apreciar a un tipo así?
La cuestión es que el roquero solitario y la risueña dentista se nos casan hoy. Y puesto que la cosa, como dije, ya no tiene remedio, quiero desearles desde aquí un matrimonio dichoso y fecundo, en hijos, en éxitos literarios, en muelas cariadas o en lo que ellos deseen. Son dos buenas personas y merecen acaparar algo de la felicidad que tanto escasea en este valle de lágrimas. Máxime cuando han tenido el detalle de ponernos un autobús para que nos lleve a la boda y, sobre todo, para que nos devuelva a casa, con independencia del estado en que nos sorprenda la madrugada.
Había pensado yo jugarme a los chinos con cierto amigo (sí, de ti estoy hablando, pájaro) lo de quién conduciría esta noche. En el último momento, el muy ladino se ha sacado de la manga cierta extraña y oportunísima ceguera nocturna que le impide conducir tras la puesta de sol. Sospecho que la ceguera de marras es más bien la que tiene pensado agarrarse esta noche. Pero eso ya no importa, pues yo, libre ahora del coche y de la amenaza de la Guardia Civil, pienso hacer lo propio.
¿O acaso no aprovechamos las bodas para perder impunemente el oremus, aun a riesgo de perder de paso la dignidad? Una boda es como un carnaval en el que lucimos al menos dos disfraces: el traje con el que nos endomingamos y el disfraz de indio que nos ponemos cuando la juerga se presta para ello. Casi todo está permitido, y cada cual cuenta con su especialidad en semejantes eventos. La mía es perpetrar tangos, y dudo que los invitados se libren de sufrirme esta noche mientras profano la memoria de Gardel. Las bodas son ocasiones perfectas para desinhibirse. ¿Qué mejor terapia en estos tiempos hipócritas y mojigatos que nos aquejan? Con suerte nadie se enfadará. Salvo que ocurra aquello que nunca supe si era verdad o pura leyenda urbana, lo de aquel novio a quien un amiguete trató de cortar la corbata con una motosierra, con la mala fortuna de que el pobre novio murió desangrado, la broma acabó en tragedia, y la boda en funeral. O lo que ocurrió en un salón de banquetes de nuestra ciudad (y esto, al parecer, sí que es cierto), cuando los invitados del novio y los de la novia acabaron enzarzados en una batalla campal que se saldó con heridos y una carga de las fuerzas del orden.
Pero tranquilos, queridos Ricardo y Rosabel. Seremos tan civilizados como nos lo permita nuestra recia raigambre manchega. Nos dejaremos la motosierra en casa. Es más, nos comportaremos con versallesca cortesía. Al menos hasta el filo de la madrugada. Luego siempre podéis poner pies en polvorosa. Y lo que Dios ha unido, que no lo separe el matrimonio.
Aparecido en La Tribuna de Albacete el 22/8/2008

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