Abrí
los ojos al mundo en una Nochebuena, aunque no al filo de las 12 (como la
tradición afirma que hizo mi ilustre predecesor) sino a eso de las seis de la
mañana, hora intempestiva donde las haya que no he vuelto a frecuentar desde
entonces, al menos despierto. Cuando eres niño los cumpleaños siempre son una fiesta.
Al cumplir los cincuenta y muuuuuchos, como es mi caso, son más bien una
ocasión para el duelo. Así lo ha sido, y de forma muy especial, este último
cumpleaños mío que, de forma inexorable, ha coincidido con la Nochebuena. La
culpa la han tenido, quizás, los turnos de mi mujer, que tuvo que irse a
trabajar a las nueve de la noche, con lo que nos vimos obligados a sustituir la
tradicional cena doméstica por una comida de restaurante, y el apagado de velas
fue más público de lo habitual, con aplausos desde las otras mesas incluidos.
Hasta ahí, nada que objetar. Lo malo es que por la noche me encontré solo en
casa en plena Navidad, como un Macaulay Culkin cincuentón, vestido con un
pijama y un batín que llevaban estampada la palabra «melancolía». No contento
con ello, se me ocurrió ver una nueva versión del «Cuento de Navidad» de Dickens
que ofrecían en HBO. Como era previsible, los fantasmas no tardaron en
aparecérseme. Aunque esta vez no fueron los de las Navidades, sino los de las
personas queridas que se han ido marchando durante los meses anteriores. El
primero de ellos fue, por supuesto, el de mi padre. Tenía buen aspecto, menos
cansado que aquella noche de julio en que cerró los ojos. Me recomendó
prudencia y moderación, y he decidido hacerle caso y dejar de fumar. También tomé
otras resoluciones que no conviene hacer públicas. En la próxima Nochebuena,
cuando me vuelva a tocar rendir cuentas con el tiempo, veremos cuántas de ellas
se han hecho realidad.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 27/12/2019
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