La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 30 de diciembre de 2018

Fobias


Todos tenemos nuestros miedos, algunos compartidos (a la muerte, a la enfermedad, a los inspectores de Hacienda), y otros particulares e intransferibles. Yo, desde que era un crío, les tengo un miedo atroz a las escaleras mecánicas. En mi infancia las únicas escaleras de este tipo que había en la ciudad eran las del edificio nuevo de Fontecha y Cano, en la esquina de la calle Mayor y la Calle Ancha. El ingenio, jamás visto por estas latitudes, permitía ascender desde el primer al segundo piso sin el menor esfuerzo, y fue muy celebrado en aquella soñolienta población de los años setenta que de pronto se encontró subida en el tren de la modernidad. Muy celebrado por todo el mundo menos por mí, que sentí un escalofrío nada más verlo y me negué en redondo a probarlo, y ello a pesar de los ruegos y el bochorno de mis padres, que acababan de descubrir que su primogénito, además de gordito, era un niño pusilánime y seguramente corto de entendederas. Pero en mi imaginación infantil se había proyectado una película acerca de los muchos accidentes cruentos que aquel artilugio podía causar, desde la pérdida de extremidades al riesgo de quedar triturado entre aquellos dientes y garras de acero en los que nadie parecía reparar. El problema es que en mi edad adulta sigo conservando esa fobia intacta, y hoy en día resulta casi imposible ir por el mundo sin toparse con escaleras mecánicas por todas partes. Este último fin de semana, sin ir más lejos, he hecho el ridículo en varias de las estaciones de metro más concurridas de Madrid. Habrá quien todavía se pregunte de dónde había salido ese troglodita que ascendía y descendía con cara de pánico, aferrado a la barandilla y dando un salto al final de cada tramo para evitar el mordisco del monstruo que, a buen seguro, se escondía debajo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/12/2018

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