La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 11 de diciembre de 2015

Dos universos

Es curioso lo pronto que se acostumbra uno a convivir con un perro, al menos cuando el animalito pone de su parte. Ahora me resultaría difícil imaginar la vida doméstica sin la presencia permanente y amable de nuestro pequeño bichón maltés. Su laborioso merodear por la casa, sus brincos de alegría cuando comprende que se acerca la hora del paseo, la serenidad de sus ademanes perrunos, la candidez de su mirada azabache, esa alegría incondicional con la que nos recibe, la naturalidad con la que ha sabido encajar su menuda presencia en nuestros hábitos familiares, convirtiéndose, como quien no quiere la cosa, en el auténtico corazón del hogar. Mi mente racional me dice que, al actuar de ese modo, lo único que el perrito hace es obedecer sus instintos. La evolución les ha mostrado a los de su especie las ventajas de asociarse con los humanos. Pero en este caso las ideas y los sentimientos fluyen por cauces distintos, porque la realidad es que nuestro Frankie ha sabido convertirse en el receptor perfecto del cariño de toda la familia y, de algún modo misterioso, cada gesto de afecto que le dedicamos nos es devuelto corregido y aumentado, como si su cuerpecillo peludo tuviera la virtud de funcionar como repetidor y amplificador de nuestros sentimientos. Sin embargo, cuando lo contemplo durante un rato, cuando sus ojillos y los míos se encuentran, creo captar retazos de algo más profundo, como si el universo en el que él habita y el mío se rozaran durante un instante. Y lo que vislumbro es una conciencia tal vez no tan compleja como la mía, pero quizás por ello mucho más apacible y serena, más conforme con el mundo de lo que yo nunca estaré.


Publicado en La Tribuna de Albacete el 4/12/2015

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