La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 20 de febrero de 2015

Grey




El revuelo que se ha organizado en torno a las 50 sombras de Grey me da que pensar. Se dice que uno de los atractivos de la literatura (y también del cine) es que nos ofrece la posibilidad de vivir otras vidas de forma vicaria. En mi adolescencia me resultaba fácil y placentero involucrarme en las tramas y creerme un viajero del tiempo o un detective juvenil embarcado en la resolución de algún misterio. Incluso las novelas que leo ahora, cuyos personajes principales suelen ser tipos amargados de la vida y de vuelta de todo, me hacen sentir simpatía, solidaridad y cierto grado de identificación con los desahuciados protagonistas. En su día traté de leer las Sombras de Grey para ver qué había convertido ese libro en un éxito de ventas. No me gustó. Me pareció superficial y mal escrita, una especie de novela rosa en la que se alternaban algunas escenas de porno pedestre con interminables tontunas propias de adolescentes aquejadas de picor genital. Me hizo añorar aquellas novelas de Henry Miller que atesorábamos en nuestro piso de estudiantes, con su sexualidad sucia y visceral que, alimentada por nuestras hormonas en plena efervescencia, lograba ponernos como motos. Pero comprendo que al gran público le gusten las Sombras de Grey. A fin de cuentas no es otra cosa que pornografía barata disfrazada de novela más o menos respetable, y entiendo que su lectura puede encerrar un cierto consuelo en un país donde se folla poco y mal. Pero ¿qué pensarán las lectoras cuando vean la película y se den cuenta de que las han estafado, que el Grey de Hollywood es un pichafría con tableta de chocolate, y las guarradas de la novela, adaptadas al cine, se quedan en meros episodios de coitus interruptus?

Publicado en La Tribuna de Albacete el 20/2/2015

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