La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 31 de marzo de 2013

Aquí, ahora



Tecleo estas líneas con el dedo índice de mi mano derecha mientras observo cómo surgen las palabras en la diminuta pantalla de mi teléfono. Llevo unos días en mi casa del pueblo y he renunciado a traer el ordenador portátil. Tampoco tengo más conexión a internet que el precario enlace de este móvil. En otros tiempos esto me habría incomodado. Pero al final he descubierto que esta renuncia encierra una victoria, que el sentirse aislado representa uno de los principales atractivos de este lugar. Renunciar al email y a las redes sociales, a la necesidad de estar comunicado y disponible. En mi pequeño patio planté un cerezo y un olivo. El cerezo está cubierto de yemas y tal vez este año logre por fin salvar algo de fruta de la voracidad de los pájaros. El olivo tiene dos ramas tronchadas. El peso de la nieve de hace unas semanas las hizo caer. Me siento culpable por no haberlo podado en su momento, pero los árboles no hacen reproches. Mi vecina llama para decirme que durante un par de días oyó ruidos extraños en mi casa, a través de la pared que compartimos. Hace semanas que yo no venía y nadie ha entrado. Exceptuando la improbable presencia de algún fantasma, la única explicación es que algún pájaro se haya colado por la chimenea, como ya ha ocurrido antes, y que los ruidos sospechosos los produjesen los frenéticos aleteos del animal durante su agonía. Los pájaros aprovechan lo breve y esporádico de mis estancias para reclamar como propio el terreno que ocupa esta casa. Lo más probable es que la próxima vez vuelva a encontrar nidos de golondrina en el porche de la entrada, y que el embaldosado del patio esté cubierto de excrementos de ave. Pero esa posibilidad no me irrita. De algún modo comprendo que estoy usurpándole este lugar a la naturaleza, y que el derecho de los pájaros a habitar este espacio y servirse de él no es menor que el mío, con o sin escritura de propiedad. No aspiro a prevalecer. Tan solo a estar. La tarde avanza y la lluvia cae suavemente, sin estridencia. El agua lava las baldosas del patio y lava también mis pensamientos, que brotan con una mansedumbre a la que no estoy habituado. Pienso en que no me resultaría difícil instalarme aquí de forma permanente. Dentro de pocas semanas volverán los atardeceres dorados,  y los vencejos regresarán para convertir el aire del patio en su campo de acrobacias. Qué apetecible sería estar aquí para entonces, procurarme una existecia sencilla y apacible junto a las personas que amo. Sé que no es posible, que transcurrirán estos días de descanso y que lo cotidiano barrerá esta calma y la convertirá en un sueño. ¿Pero quién no sueña con esa existencia alternativa, con la vida secreta de quien nada busca y a nada aspira? Observo que las últimas heladas han levantado algunas baldosas. Tomo nota para arreglarlas este verano. También pintaré la escalera y volveré a llenar el patio de geranios y rosales. Sería hermoso poder vivir aquí, en efecto. Pero de momento me conformo con vivir este momento, este aquí y este ahora, la belleza de este instante. Mirar la lluvia, encender lumbre en la chimenea. Y dejar que caiga la noche. Sin dolor. Sin resistencia.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/4/2013

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