La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 16 de enero de 2007

Librerías




Publicado el 16 de enero de 2007

Decía Borges que él se figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Yo lo imagino más bien como una librería. Y nada tengo contra las bibliotecas. Al contrario (ya glosaré mi amor por esas nobles instituciones en otro momento). Lo que ocurre es que mi idilio con las librerías es más largo y apasionado. Y, si me apuran, también un pelín fetichista.

Me atraen de forma irresistible los libros nuevos. Sus cubiertas brillantes. Sus páginas crujientes e inmaculadas. Ese olor que despiden a cola y tinta nueva, a papel recién impreso. Me atrae su carácter de novedad y de objeto todavía no profanado. Siento un placer secreto cuando me refugio en una librería, a ser posible en las horas en que hay menos público y el tiempo parece transcurrir más despacio. Paseo entre las mesas de novedades y husmeo por las estanterías. Deslizo la mano sobre algunas cubiertas. Acaricio los lomos. Abro volúmenes al azar y picoteo palabras aquí y allá. Aspiro el aroma de los libros. Trato de oír los rumores de las mil historias que esconden sus páginas. Y casi siempre compro alguno para aliviar mi adicción incurable por la letra impresa.

Las librerías me atraen también como lugares de encuentro y distracción. Especialmente en las mañanas de sábado, cuando algunos habituales acudimos a una cita doble, una cita con otros amigos-lectores y con los propios libros. Me es difícil concebir felicidad mayor que la de pasear por la librería en compañía de un amigo y comentar juntos chismes y novedades, escuchar y aprender, y luego detenernos para compartir ese tesoro hallado en el rincón olvidado de un anaquel, convirtiendo así nuestro vicio solitario en un placer común.

Y, por supuesto, están también los libreros, corazón y rostro de cualquier establecimiento que no sea una sección más de una gran superficie. Nuestro librero de confianza es un amigo imprescindible, el consejero de nuestro ocio, el proveedor de algunas de nuestras horas más felices. Nos conoce igual que un confesor o que un psiquiatra. Sabe de nuestros gustos y de nuestras manías. De nuestras pasiones y de nuestras fobias. Y a veces también de nuestros deseos inconfesables. Son los auténticos traficantes de historias que ningún hipermercado ni servicio de venta on-line podrán suplantar jamás.

Me resulta difícil, por lo remoto, rastrear el nacimiento de mi pasión por las librerías. Tal vez ocurriera en la primera infancia, cuando mi tía me llevaba de paseo por las tardes. Ella era socia de Acción Católica y casi siempre acudíamos a Biblos a recoger algún encargo. A mí me fascinaba aquel lugar. La música suave, los sonidos atenuados, el aroma de lavanda. Sobre todo, me fascinaban aquellas señoras tan bien vestidas y tan educadas que hablaban tan flojito. De aquellas librerías de mi infancia recuerdo también Gasol (mi amigo Antonio García afirma haber estado enamorado de su dependienta), la Librería del Maestro (hoy Librería Universitaria) y la Imprenta de los Picos, un establecimiento de gran tradición aún en activo.

En la Calle Ancha, esquina con Dionisio Guardiola, existía una pequeña librería que también era punto de venta de prensa. Se llamaba Herso, palabra formada con el apellido de sus propietarios, la familia Herreros. Años más tarde los Herreros ampliaron su negocio con una moderna y bien surtida papelería. Pero en esta ciudad los conocemos sobre todo como libreros. En Dionisio Guardiola, a menos de cincuenta metros de su emplazamiento original, se encuentra la librería Herso. Muchos de ustedes conocen a Pepe Herreros, con quien uno puede pasarse horas charlando sobre libros y olvidarse de todo lo demás. Y también a Auxi, que tiene cara de niña traviesa y es tal vez la librera más encantadora que conozco.

Continuando con este recorrido por la geografía de la ciudad y de los afectos, es inevitable desembocar en la Librería Popular, situada en la calle Octavio Cuartero, muy cerca de la Punta del Parque. En Albacete la Transición empezó en la Librería Popular. Hacia finales de los setenta era una ventana abierta por la que irrumpían las nuevas ideas de una España que despertaba. Aquello incluso le costó un atentado con bomba, auténtica página épica en la historia de nuestra ciudad. Después Ángel Collado convertiría la Popular en la gran librería que hoy es, y que yo frecuento como quien acude a casa de un amigo. Muchas veces ni siquiera me lleva allí el propósito de comprar nada (aunque a menudo sucumbo a la vieja tentación). Voy, sencillamente, porque me siento a gusto, sosegado, como en mi propia casa. Y de ello tienen gran parte de la culpa tres buenos amigos llamados Juan Valero, Pedro Gascón y Juan Carlos Alonso, el dream team de los libreros de Albacete.

Y no quiero olvidarme de Jesús «el Joven», quien posee la exclusiva de las librerías de viejo en nuestra ciudad, con un puesto cada domingo en el mercadillo de la plaza de Fátima y una tienda fija al final de Octavio Cuartero, junto a la Feria. Jesús se vanagloria de ser el único librero que nunca ha leído un libro. Es curioso cómo se puede llegar a amar lo que apenas se conoce.

Ya lo ven. Con gente como la que he recordado en artículo, es difícil no figurarse el Paraíso bajo la especie de una librería. Allí los espero.



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