La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 14 de enero de 2007

El sueño del señor alcalde




Publicado el 30 de diciembre de 2006

Yo era un chiquillo cuando lo inauguraron (debió de ser en el 53 o el 54). Sin embargo, recuerdo con absoluta claridad aquel día en que el alcalde apareció en la holovisión y proclamó que había tenido un sueño, y que en el sueño le había venido la inspiración para convertir nuestra ciudad en la envidia de toda la Federación Europea. Aquel alcalde era así: le gustaba dárselas de visionario, aunque en general era un tipo bastante pragmático. Durante su mandato se habían terminado el espaciopuerto, la fábrica de estratocópteros de combate y el bulevar que permitía la comunicación rápida entre los diferentes distritos mediante carriles aéreo-deslizantes. Es cierto que algunos de sus proyectos se habían considerado un poco excéntricos, en particular aquella célebre remodelación del parque que lo convirtió en una réplica de la desaparecida jungla amazónica, con monos y pirañas incluidos. El que propuso durante aquella célebre aparición holovisiva, en cambio, no fue mal recibido, si bien es cierto que a los votantes les traía sin cuidado cualquier obra pública que se acometiera en el centro de la ciudad; por entonces todo el mundo disfrutaba ya de una vivienda unifamiliar en los distritos periféricos y, con la implantación del teletrabajo, la telecompra y la teleburocracia, nadie pisaba el centro ni por equivocación. Así pues, cuando se pidió el parecer de los ciudadanos, casi todos pulsaron el botón del «sí» en sus terminales, aunque más por curiosidad que por genuino interés en el proyecto.

En la comisión de expertos que se formó participaron todos los miembros de la Academia de Estudios Locales, aunque sospecho que alguno de ellos, debido a su provecta edad, no llegó a entender muy bien de qué se trataba todo aquello. Al final se le encomendó el proyecto a un ingeniero canadiense especializado en la construcción de parques temáticos. El complejo se levantaría sobre un solar ocupado por una vieja urbanización de las que abundaban a finales del siglo pasado, un grupo de edificios construido en torno a una plaza que ahora estaba cubierta de hierbas y matojos. En su origen, setenta y cinco años atrás, aquel había sido lugar sido residencia de funcionarios y profesionales liberales. Después, con la implantación de la vivienda unifamiliar y el éxodo hacia las afueras, la zona se había degradado hasta convertirse en refugio de indigentes, malhechores y adictos a los ansiolíticos de quinta generación. Hubo que pagar grandes sumas para desalojar a aquel infame vecindario, pero por fin había llegado el turno de los bulldozer y las excavadoras.

Jamás olvidaré aquella vibrante mañana de septiembre en que mis padres me llevaron a la inauguración. La cola de visitantes era kilométrica y la emoción se respiraba en el aire. A nuestro alcalde le brillaban los ojos, y hasta las mejillas se le veían coloradas por la alegría. Y lo cierto es que tenía motivos para estar satisfecho, porque, incluso desde fuera, el complejo era de un realismo sobrecogedor. Cuando por fin cortó la cinta y pudimos entrar en el recinto, todos nos quedamos con la boca abierta.

Había cuatro calles que habían recibido los antiguos nombres de calle de la Luna, del Amparo, de las Damas y del Desengaño. El piso era de tierra apisonada, y los excrementos y la basura se amontonaban por todas partes. Las casas eran bajas, de un piso o dos, con fachadas mugrientas y cuarteadas. Los tejados estaban cubiertos de oscuras tejas de barro, y a través de las ventanas, que estaban provistas de rejas y postigos de madera, podía verse a los vecinos entregados a sus quehaceres, que en muchos casos no eran otros que sentarse frente a una estufa de leña, o en torno a una curiosa mesa redonda a la que nuestro guía se refirió como «mesa camilla». Por todas partes reinaba una peste atroz a humanidad, verduras cocidas y aceite rancio. En el centro del complejo, las empinadas callejas desembocaban en una plaza llena de montones de escombro y de socavones, la plaza del Pozo de la Nieve, donde se alzaba una alta estructura en forma de tambor que reproducía un antiguo depósito de agua potable. No faltaba un detalle: ni las pandillas de críos zarrapastrosos jugando al balón, ni las mujeres en bata y rulos barriendo la puerta de sus casas, ni los perros flacos y cubiertos de tiña que deambulaban por el lugar como almas en pena. Hasta una rata vimos triscando entre la basura. Mi madre dio tal grito que todavía me están zumbando los oídos.

Había varias «tabernas», que, según nos aclararon los guías, eran lugares de esparcimiento y diversión exclusivamente para hombres. Nos dijeron que, antaño, en aquellos lugares se consumían bebidas de alto contenido en alcohol etílico, entre ellas el «tintorro», la «cazalla» y el «anís del mono». El guía añadió que se trataba de «casas de lenocinio», pero yo no entendí a qué se refería. Puesto que no dejaban entrar a los niños, pasaron varios años antes de comprendiera cuál era la actividad principal de aquellos establecimientos. Quienes sí los visitaron fueron el alcalde y sus invitados, para los que se había organizado una gran fiesta de inauguración en un local llamado «Copacabana». Se encerraron allí durante un día y medio, y cuentan que luego el alcalde tuvo que recibir tratamiento médico. Sin embargo, a la vista de aquel magnífico sueño hecho realidad, creo que el nuestro alcalde bien se merecía la fiesta.

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