La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 14 de enero de 2007

Identidad



Publicado el 4 de enero de 2007

Qué sutil y efímera es la materia que compone nuestra identidad. Una sustancia hecha de nombres, por definición arbitrarios, de rostros que el tiempo se encarga de alterar, de conductas que aprendemos, seguimos mientras nos resultan útiles y, al final, casi siempre modificamos. Todo ello tan tenue que acabaríamos dudando de nuestra propia existencia si no fuera porque ésta, que en realidad no es más que una chispa de pensamiento y conciencia, adquiere solidez al ser percibida por otros. Nada somos —podría sentenciarse— hasta que los demás reparan en nosotros y, al hacerlo, nos inventan, nos otorgan el precioso don de la identidad.

Los ciudadanos del «estado del bienestar» nos empeñamos en pensar que nuestra identidad está asociada a nosotros como dos átomos de la misma molécula, y que el mero hecho de existir conlleva el derecho a que la sociedad certifique nuestra singularidad de forma inequívoca. Cualquier habitante del Tercer Mundo, donde existir es un milagro y la identidad individual una quimera, podría sacarnos del error. Por estas latitudes, en cambio, pecamos de ingenuidad y de cierta pereza mental. Nos tragamos los embustes de los políticos y de los creativos publicitarios y acabamos creyéndonos importantes, singulares, distintos de los demás. Pero lo cierto es que nuestra identidad, entendida como existencia objetiva, sólo le importa a nuestros seres queridos. Otra cosa sería nuestra identidad pública o social, aquella merced a la cual nos transformamos en votantes, consumidores, reclutas, contribuyentes o clases pasivas, siempre a conveniencia de los que mandan. Por paradójico que suene, esta «otra» identidad no emana de nosotros ni nos pertenece por derecho. Tendemos a considerarla una segunda piel que nos recubre y nos protege, pero deberíamos verla más bien como un traje prestado, un uniforme que la administración nos confecciona con los datos que almacena en sus sistemas informáticos: nombre, domicilio, teléfono, número de DNI, permiso de conducir, seguridad social, nómina, datos bancarios y (cómo no) información fiscal, ésa que Hacienda cruza y recruza con la laboriosidad de un fabricante de tapices. Si nos fijamos, son datos que de una forma u otra pertenecen al Estado, que emanan de él y regresan a él, trazando un circuito del que emerge nuestra identidad como ciudadanos. Pero ¿qué ocurre cuando el circuito se interrumpe, cuando se le cruzan los cables al ordenador o, lo que es más fácil, al funcionario que lo maneja?

En un estado democrático «hecho y derecho» probablemente no pasaría nada. Pienso por ejemplo en el Reino Unido, donde encuentran aborrecible la idea de un documento cuya única utilidad sea certificar la identidad de su propietario. Les hace pensar en la Gestapo, en Stalin, en el Gran Hermano (el de Orwell). Pero en países como el nuestro, donde aún colean ciertos vicios y temores del estado policial que fuimos, el carné de identidad adquiere rango de símbolo sagrado. Como si de un rito de madurez se tratara, su adquisición convierte a los niños en ciudadanos. Nos angustia el riesgo de perderlo. Nos aterroriza que nos lo roben, como si al hacerlo estuvieran robándonos también la sustancia de la que estamos hechos. No en vano, por culpa del dichoso carné uno se puede encontrar convertido en personaje de una novela de Franz Kafka. Y permítanme ilustrar este extremo con una anécdota, la historia de lo que me ocurrió hace algún tiempo, cuando llegó la fecha de renovar mi DNI (curiosa práctica, dicho sea de paso, ésta de renovar el DNI, como si nuestra identidad sufriera mermas irreparables cada cinco años, o como si el aparato burocrático, cíclicamente aquejado de Alzheimer, se olvidara de nosotros de forma periódica).

En fin, imaginen mi turbación cuando, transcurrido el plazo reglamentario, me presento en la comisaría y el funcionario me entrega un carné en el que, efectivamente, figuran todos los datos que a la policía le interesan sobre mi humilde persona, pero donde algún inepto ha reproducido la imagen y la firma de otro ciudadano. El hombre escucha mi protesta con incredulidad. Luego pasa unos segundos mirando alternativamente mi cara y la del documento. Por fin, y dado que entre la edad del fulano de la foto y la mía median al menos quince años, tiene que darse por vencido. Entonces noto que se pone nervioso, como si mi existencia, que no la del documento erróneo, supusiera una anomalía o un peligro para el orden social. Con la voz alterada, casi en tono de súplica, me pregunta si conozco al de la foto, tal vez con la esperanza de que el azar pueda obrar un milagro. No hace falta que me digan que la pregunta es irracional, ya sé que lo es, pero en medio de aquella situación absurda ni siquiera me parece extraña. El funcionario suspira hondo. Parece que se ha resignado a la idea de que se ha cometido un error. Entonces me indica un modo de arreglar el desaguisado. Ha quedado claro que no soy el culpable, pero aun así tendré que cargar con todas las molestias. Acepto sin rechistar, por supuesto que sí. ¿Quieren saber por qué? Pues porque a estas alturas empezaba a temer que la única salida fuera que el tipo de la foto y yo intercambiáramos nuestras identidades, que él se quedara con mi vida y yo con la suya, y miren, sinceramente, no me seducía la idea.

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