La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 17 de febrero de 2014

Así nos va


El lunes pasado saltó a los medios la noticia de que Vodafone estaba interesada en hacerse con ONO. Al final, parece que ONO rechaza la oferta y mantiene su salida a Bolsa, aunque tal vez esto no sea más que una treta para hacerse querer y aumentar los beneficios de la operación. A mí todo esto me recuerda al argumento de una película de terror. Igual que ocurre en Pesadilla en Elm Street, de pronto uno descubre que no hay lugar donde esconderse, porque Freddie Krueger te acabará pillando vayas donde vayas. Como tantos otros, yo he cambiado un par de veces de compañía, pero las implacables multinacionales no desisten de volver a atraparme en sus redes. Parafraseando el famoso chiste, “hijo mío, date por jodido”.
Cualquier ciudadano que haya intentado darse de baja de una operadora de telefonía, conoce bien el significado de las palabras “desesperación” e “impotencia”. Mi amiga, sin ir más lejos, pasó por ese trance hace unos pocos meses, lo que me dio ocasión de asistir al proceso como testigo privilegiado. Fueron sesiones interminables al teléfono en las que se vio obligada a gritar como una posesa para navegar por el menú de voz, que solo parecía entender las opciones si se pronunciaban con acento del barrio de Salamanca y con un volumen por encima de los ochenta decibelios. Luego vinieron las musiquitas y las locuciones. Y por fin un paseo virtual por toda América Latina gracias a las cantarinas voces de los teleoperadores, que no concebían siquiera la posibilidad de que alguien fuera tan insensato como para abandonar los servicios de su compañía. Por cierto, todo esto ocurrió como resultado de un cambio de domicilio que precisaba un traslado de la línea fija y del ADSL. Le dieron para ello un plazo mínimo de tres semanas, cuando darse de alta en el mismo servicio suele realizarse de un día para otro. Pero las empresas de telefonía vienen a ser una alegoría moderna del infierno, y siempre resulta mucho más fácil entrar en ellas que abandonarlas, incluso si no se ha contratado permanencia (Lasciate ogni speranza…). Tras un vía crucis de teleoperadoras sordas y de instrucciones contradictorias, vino la parte del soborno, en la que a mi amiga le ofrecieron los mismos servicios que estaba disfrutando hasta ahora, pero por la mitad de precio, lo que naturalmente le suscitó la pregunta de si hasta ese momento no la habían estado timando. Ante sus reiteradas negativas a quedarse, parecieron desistir y le explicaron el modo de obtener la ansiada baja del servicio: un fax que debía ser enviado en una determinada fecha y no en otra, lo que sin duda constituye todo un alarde de flexibilidad y servicio al cliente. Pero no terminaron aquí sus zozobras, porque a pesar de que el fax se envió en la fecha exigida, la compañía le sigue reclamando un recibo y amenaza con incluirla en una lista de morosos. Como se decía antes, “la bolsa o la vida”.
Obstruccionismo, opacidad, soborno y coacción. Estos son los pilares del filibusterismo comercial que se gastan las grandes operadoras de telefonía en nuestro país. Tal es así que uno no puede evitar sentirse como esos abuelitos fachas que sienten nostalgia del franquismo, y recuerda con agrado aquellos tiempos en que solo existía Telefónica y todos los teléfonos descansaban sobre una mesa o estaban atornillados a la pared. Las reclamaciones se amontonan en las organizaciones de consumidores, pero las operadoras ni se inmutan, y así viene ocurriendo desde hace años sin que los gobiernos parezcan capaces de crear una legislación que ampare a los ciudadanos contra tanto abuso. Pero ¿por qué?
En este punto solo caben conjeturas, y yo he desarrollado una teoría que puede ser tan buena como cualquier otra. Se basa en el mito infantil del “Coco”, pero también podríamos denominarla “la teoría del chivo expiatorio”. Un país entero se siente saqueado, traicionado, abandonado a su suerte. Las leyes favorecen a quienes menos lo necesitan y dejan desprotegidos a los más débiles. La población se enfada. Por eso hacen falta cocos y espantajos como las operadoras de telefonía móvil y las eléctricas, a las que se les permite campar a sus anchas, como señoritos en su cortijo. Busquemos villanos para que los auténticos villanos queden en segundo plano. Sigamos jurando en arameo cuando nos llegue el recibo del móvil, sigamos ladrándole a la teleoperadora cuando se nos ocurra cambiar de compañía. Sigamos despotricando sobre los que nos roban de forma tan descarada. A ellos les da igual, porque saben que su posición es segura y que no tendrán que rendir cuentas. Pero la auténtica puñada, la que nos dejará secos, siempre vendrá por otro sitio. Lo comprenderemos al pagar los impuestos, al tratar de crear una empresa, cuando enfermemos y necesitemos un tratamiento costoso o una operación, cuando perdamos nuestro empleo, cuando nuestros hijos lleven un mes sin clase de una asignatura porque su profesor está enfermo, cuando el banco ejecute nuestra hipoteca y nos deje en la calle, cuando comprobemos que hemos perdido libertades y derechos que ya creíamos consolidados. Pero hasta entonces nos preocupa mucho más que el ADSL no nos dé ni la mitad de las megas que nos habían prometido. Así nos va.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/2/2014

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