La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 8 de septiembre de 2013

Mudanza


Por motivos que no vienen al caso, he participado muy activamente en la mudanza de mi amiga. O más bien mini-mudanza, puesto que únicamente se trataba de trasladar sus enseres a un domicilio cercano, dejando atrás los muebles y la mayor parte de los electrodomésticos. Así las cosas, no parecía que el asunto entrañara gran dificultad ni esfuerzo. Le advertí a mi amiga, sin embargo, que no debía esperar gran cosa de mis energías de cuasi-cincuentón sedentario. Uno todavía se las apaña con bultos de tamaño razonable, pero el traslado de una lavadora y una secadora exceden con mucho de mis capacidades. Algo desencantada, ella decidió entonces contratar los servicios del propietario de una furgoneta que se anunciaba para estos menesteres. Y entonces comenzó a llenar cajas con el contenido de sus cajones, armarios y estanterías. Lo curioso es que las cajas empezaban a apilarse en todos los huecos libres de su escueto piso, pero la cantidad de objetos no parecía menguar de forma visible. Detrás de cada libro, adorno o fotografía, aparecía otro objeto más, que al ser retirado revelaba un nuevo trasto agazapado en el fondo del estante. Era algo realmente inquietante.
Llegó el día de la mudanza y el señor de la furgoneta se presentó con una puntualidad impropia de estas latitudes. Venía acompañado de un vigoroso joven, y entre ambos completaron el espacio de carga del vehículo (bastante amplio, por cierto) con unas veinte cajas de tamaño considerable, un colchón y los dos electrodomésticos que mi amiga había decidido trasladar. Luego volvieron por más. La operación fue culminada con tal limpieza y eficacia que no pude evitar preguntarle al dueño de la furgoneta si siempre se había dedicado a las mudanzas profesionalmente. Para mi sorpresa, él me explicó que en realidad era mago, y que su actividad principal consistía en organizar espectáculos de prestidigitación para colegios y fiestas infantiles. Sin embargo, la crisis ha golpeado con la misma dureza a los artistas que al resto de los trabajadores, por lo que se vio obligado a cambiar la chistera y la varita mágica por el furgón. Aun así, la rapidez con la que todos aquellos bultos se desvanecieron del piso antiguo y se materializaron en el nuevo me pareció digna de un auténtico mago, y así se lo manifesté al señor con admiración sincera.
Me las prometía yo muy felices pensando que el asunto de la mudanza estaba prácticamente terminado y que mi papel allí iba a ser puramente testimonial. Pero entonces reparé en que, a pesar de los muchos bultos trasladados, el piso de mi amiga seguía repleto de enseres. Me dije que era una imposibilidad matemática que una vivienda tan pequeña contuviera tal cantidad de parafernalia en su interior, y abrigué la esperanza de que, en un gesto de generosidad, ella hubiera decidido dejar todo aquello para el disfrute del próximo inquilino. Pero la sonrisa maliciosa que sorprendí en su rostro me reveló que estaba equivocado.
El plan era sencillo, aunque laborioso. En primer lugar fue necesario tomar prestados dos carritos del supermercado cercano. Luego de llenarlos hasta arriba, los carros eran empujados desde el piso antiguo al nuevo, donde se vaciaban. Y vuelta a empezar. Nunca había reparado yo en que los carros de los supermercados poseyeran voluntad propia, pero pronto descubrí que resultaba imposible empujarlos en línea recta por la acera, puesto que tendían a comportarse como perrillos mal adiestrados, deteniéndose, cambiando de dirección, dando brincos, retrocediendo y dificultando su traslado de todas las formas posibles. Pero el mayor prodigio que descubrí aquel día fue que el piso de mi amiga debía de haberse construido aprovechando una anomalía espacio-temporal, pues tras dos viajes de la furgoneta e incontables traslados en carrito, seguían apareciendo trastos por todas partes, lo que parecía conculcar las leyes de la física.
«Solo un viaje más», repetía ella después de cada traslado. Pero el último viaje nunca era el último. Unos parroquianos que disfrutaban de cañas y aperitivos en una terraza se dedicaron a contar las veces que nos veían pasar, muy entretenidos observando el variopinto contenido de los carritos, que ya ni siquiera nos molestábamos en tapar. «Solo uno más», insistía ella mientras yo trataba por todos los medios de evitar que mi carrito embistiera contra la anciana que renqueaba delante. «¡Venga, ya el último!», anunció mi amiga mientras yo me secaba el sudor y buscaba el teléfono de mi traumatólogo.

¿Cuántos carritos de supermercado hacen falta para trasladar la vida de una persona? Y entonces la respuesta me sobrevino como una iluminación. «Anda, súbete al carrito», le dije a mi amiga. Y de esa guisa, como quien lleva a un bebé de paseo, la trasladé al nuevo domicilio, cerré la puerta y le di tres vueltas a la llave.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/9/2013

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ja ja ja muy buen articulo muy ameno y sobretodo espeluznantemente cierto. Parece ser que asi son todas las feminas, sufren de una especie de sindrome de diogenes