Por motivos que no vienen al caso, he participado
muy activamente en la mudanza de mi amiga. O más bien mini-mudanza, puesto que únicamente
se trataba de trasladar sus enseres a un domicilio cercano, dejando atrás los
muebles y la mayor parte de los electrodomésticos. Así las cosas, no parecía
que el asunto entrañara gran dificultad ni esfuerzo. Le advertí a mi amiga, sin
embargo, que no debía esperar gran cosa de mis energías de cuasi-cincuentón
sedentario. Uno todavía se las apaña con bultos de tamaño razonable, pero el
traslado de una lavadora y una secadora exceden con mucho de mis capacidades.
Algo desencantada, ella decidió entonces contratar los servicios del
propietario de una furgoneta que se anunciaba para estos menesteres. Y entonces
comenzó a llenar cajas con el contenido de sus cajones, armarios y estanterías.
Lo curioso es que las cajas empezaban a apilarse en todos los huecos libres de
su escueto piso, pero la cantidad de objetos no parecía menguar de forma
visible. Detrás de cada libro, adorno o fotografía, aparecía otro objeto más,
que al ser retirado revelaba un nuevo trasto agazapado en el fondo del estante.
Era algo realmente inquietante.
Llegó el día de la mudanza y el señor de la
furgoneta se presentó con una puntualidad impropia de estas latitudes. Venía
acompañado de un vigoroso joven, y entre ambos completaron el espacio de carga
del vehículo (bastante amplio, por cierto) con unas veinte cajas de tamaño
considerable, un colchón y los dos electrodomésticos que mi amiga había
decidido trasladar. Luego volvieron por más. La operación fue culminada con tal
limpieza y eficacia que no pude evitar preguntarle al dueño de la furgoneta si
siempre se había dedicado a las mudanzas profesionalmente. Para mi sorpresa, él
me explicó que en realidad era mago, y que su actividad principal consistía en
organizar espectáculos de prestidigitación para colegios y fiestas infantiles.
Sin embargo, la crisis ha golpeado con la misma dureza a los artistas que al
resto de los trabajadores, por lo que se vio obligado a cambiar la chistera y
la varita mágica por el furgón. Aun así, la rapidez con la que todos aquellos
bultos se desvanecieron del piso antiguo y se materializaron en el nuevo me
pareció digna de un auténtico mago, y así se lo manifesté al señor con
admiración sincera.
Me las prometía yo muy felices pensando que el asunto
de la mudanza estaba prácticamente terminado y que mi papel allí iba a ser puramente
testimonial. Pero entonces reparé en que, a pesar de los muchos bultos
trasladados, el piso de mi amiga seguía repleto de enseres. Me dije que era una
imposibilidad matemática que una vivienda tan pequeña contuviera tal cantidad
de parafernalia en su interior, y abrigué la esperanza de que, en un gesto de generosidad,
ella hubiera decidido dejar todo aquello para el disfrute del próximo
inquilino. Pero la sonrisa maliciosa que sorprendí en su rostro me reveló que
estaba equivocado.
El plan era sencillo, aunque laborioso. En primer
lugar fue necesario tomar prestados dos carritos del supermercado cercano.
Luego de llenarlos hasta arriba, los carros eran empujados desde el piso
antiguo al nuevo, donde se vaciaban. Y vuelta a empezar. Nunca había reparado
yo en que los carros de los supermercados poseyeran voluntad propia, pero
pronto descubrí que resultaba imposible empujarlos en línea recta por la acera,
puesto que tendían a comportarse como perrillos mal adiestrados, deteniéndose,
cambiando de dirección, dando brincos, retrocediendo y dificultando su traslado
de todas las formas posibles. Pero el mayor prodigio que descubrí aquel día fue
que el piso de mi amiga debía de haberse construido aprovechando una anomalía
espacio-temporal, pues tras dos viajes de la furgoneta e incontables traslados en
carrito, seguían apareciendo trastos por todas partes, lo que parecía conculcar
las leyes de la física.
«Solo un viaje más», repetía ella después de cada
traslado. Pero el último viaje nunca era el último. Unos parroquianos que
disfrutaban de cañas y aperitivos en una terraza se dedicaron a contar las
veces que nos veían pasar, muy entretenidos observando el variopinto contenido
de los carritos, que ya ni siquiera nos molestábamos en tapar. «Solo uno más»,
insistía ella mientras yo trataba por todos los medios de evitar que mi carrito
embistiera contra la anciana que renqueaba delante. «¡Venga, ya el último!», anunció
mi amiga mientras yo me secaba el sudor y buscaba el teléfono de mi
traumatólogo.
¿Cuántos carritos de supermercado hacen falta para
trasladar la vida de una persona? Y entonces la respuesta me sobrevino como una
iluminación. «Anda, súbete al carrito», le dije a mi amiga. Y de esa guisa,
como quien lleva a un bebé de paseo, la trasladé al nuevo domicilio, cerré la puerta y le di tres
vueltas a la llave.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 6/9/2013
1 comentario:
Ja ja ja muy buen articulo muy ameno y sobretodo espeluznantemente cierto. Parece ser que asi son todas las feminas, sufren de una especie de sindrome de diogenes
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