La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 14 de junio de 2013

Feria del Libro


El pasado fin de semana acudí a la Feria del Libro de Madrid para firmar mi última novela. Es la tercera vez que lo hago y, al igual que en las ocasiones anteriores, me resulta imposible decidir si lo pasé bien o mal, si la experiencia resultó gratificante o desdichada. Tal vez el motivo de mi desconcierto sea la avalancha de sentimientos contradictorios que uno experimenta en las dos horas escasas que pasa allí plantado, sentimientos que oscilan entre el tormento y el éxtasis, y que incluyen todos los estados de ánimo intermedios.
Puesto que uno es un chico de provincias y no acaba de habituarse a las vastedades capitalinas, llegué con el tiempo muy justo. El día era plomizo y la mañana anterior había llovido con fuerza, por lo que me predispuse para lo peor. En la caseta de mi editorial fueron muy amables. Me dieron una banqueta y una botellita de agua, y me colocaron detrás de una pila enorme de ejemplares de mi novela. Aquello parecía una barricada, y por un instante llegué a ilusionarme con la idea de que aquel muro de papel estaba allí para mi protección, para salvaguardarme de la avalancha de lectores que se disponían a abalanzarse sobre mí para hacerse con mi preciado autógrafo. Y lo cierto es que la cosa no empezó mal. Se acercaron dos señoras de Alcázar de San Juan, profesoras ellas, que habían oído mi nombre por megafonía. Ambas habían estado trabajando en sus clases con una de mis novelas juveniles y tenían curiosidad por ver cómo me lo montaba escribiendo para adultos. Henchido de optimismo, me preparé para agotar la tinta de los dos bolígrafos que había traído. El público de la Feria se hacía cada vez más denso a pesar de que el día continuaba gris, y lo que transitaba por el paseo del Retiro empezaba a parecerse a una multitud, pero transcurrió más de un cuarto de hora sin que yo me comiera una rosca. La compasiva señorita de la caseta me ofreció un café que rehusé cortésmente. Algunas personas se acercaban, miraban el cartel que me anunciaba y luego me miraban a mí, pero el libro no parecía despertar su atención. Se acercó un caballero que tomó un ejemplar y lo abrió por la primera página (que está en blanco), luego miró la página del título y el índice, y por último la última página (que está en blanco también). Pero nada de lo que vio pareció complacerle, porque que dejó el libro como si le produjera alergia y se fue pitando. Por fin llegó una joven y me espetó que si me importaba responder una pregunta. “¡Una fan!”, me regocijé. Pero lo que me preguntó fue si yo tenía un hermano abogado, porque conocía un abogado que también se apellidaba Cebrián y se me parecía mucho. A unos metros a mi derecha, en la misma caseta, una autora argentina firmaba con regularidad ejemplares de su librito infantil. “Vine de la Patagonia exclusivamente para vos”, le iba soltando la muy caradura a cada niño. Encima, le habían puesto delante a una chica con una careta de perro que confeccionaba globos en forma de animales. Así cualquiera. Ojalá me hubieran puesto a mí también un tipo disfrazado, aunque fuera de payaso. Cuando ya empezaba a perder la esperanza, un joven se acercó, compró mi libro y me pidió una dedicatoria. “Es para mi padre, le encanta la novela histórica. Y tengo comprobado que los mejores libros están en las casetas que no tienen cola delante”. “Que Dios les bendiga a usted y a su padre”, pensé.
Finalmente me las arreglé para colocar otros cinco ejemplares por el procedimiento del vendedor del mercadillo, es decir, alabándoles a los curiosos las excelencias de mi mercancía. “Verán, la novela contiene una doble trama. Una transcurre en la actualidad y otra en el Siglo de Oro. Es muy entretenida. Tal y cual.” Me faltó decirles que venía con unas bragas a juego de regalo. En fin, nunca está de más que a uno lo vean voluntarioso.

Terminada mi poco airosa sesión de firmas, salí corriendo para intentar conseguir la dedicatoria de Antonio Muñoz Molina, que firmaba en la caseta 52. La cola era larga y ni siquiera me permitieron colocarme al final. “Ya no va a firmar más”. En mi camino de vuelta, me fijé en otros escritores célebres apostados en otras casetas. Ana Duato, María Teresa Campos, Alfonso Guerra y Moncho Borrajo se hinchaban a firmar, entre otras glorias de las letras nacionales.  

Publicado en La Tribuna de Albacete el 14/6/2013

2 comentarios:

0limpia dijo...

¡genial!
Siento la ¿mala experiencia?, pero me agrada la crítica que haces de los gustos literarios actuales.

Anónimo dijo...



Viernes Venti-Ocho de Junio XX-xiii


Cebrian...

Que pasote!! Me has echo reir en "un dia de lluvia!! Lo importante es "la naturaleza con -que expones tus fenomenos y por supuesto -las ganas... lo has hecho con "gran elocuencia y una buena dosis de -humildad que generamente es lo que todos -necesitamos en este -mundo tan grande donde ya ni cabemos, ni tampoco nos aceptamos... no queria decir ni pio pero me deje excluir en "tu concurrido gentio... habra que leerte que no es para -ponerse chaqueta de fuerza...


Un abrazo!!


Feliz Verano!!