La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 2 de junio de 2013

Jesús Mateo "Buonarroti"


     A la villa conquense de Alarcón le sobran motivos para atraer a los visitantes. Con una población estable de apenas 150 habitantes, puede vanagloriarse de poseer un soberbio castillo medieval convertido en parador de turismo, murallas y fortificaciones que ríanse ustedes de Juego de Tronos, cuatro iglesias (una de ellas magnífica), un gran pantano que en estos días más bien se asemeja a un pequeño mar, y un entorno natural que parece salido directamente de una égloga renacentista. Fue plaza fuerte en la Edad Media, y sus tierras eran tan extensas que incluían el actual término municipal de Albacete. Luego se completó la Reconquista y Alarcón, con su fortaleza, sus iglesias, sus casas señoriales y su orgullo guerrero, entró en declive. Un pueblo castellano más de los muchos condenados a quedar despoblados y desaparecer de los mapas. Uno de esos lugares donde apenas pasa nada.
     Pero en el año 1994 en Alarcón volvió a ocurrir algo importante. Comenzó de un modo banal, como tantas cosas que están llamadas a ser grandes. Un niño toma la primera comunión y entre los invitados hay un joven conquense de 23 años llamado Jesús Mateo. El muchacho acaba de terminar la carrera de Bellas Artes y, como tantos otros jóvenes recién licenciados, cabe suponer que no sabe muy bien qué hacer con su vida. Al entablar conversación con el párroco, este menciona que una de las iglesias del pueblo, la de San Juan Bautista, ha sido desacralizada porque la diezmada grey de la localidad no da para tanto templo. Luego se ofrece a enseñarles el edificio a Jesús y a otros invitados. El joven artista penetra en el sombrío recinto acompañado del párroco y contempla los muros recién enjalbegados. Y lo que ve allí no es otra cosa que un gigantesco lienzo. Jesús Mateo no está mirando con los ojos de un ciudadano de finales del siglo XX, sino con los de un pintor italiano del Cinquecento. Y por suerte para Alarcón y para el arte de la pintura, el joven posee un talento y tesón equiparables a los de cualquier antiguo maestro florentino.
     Jesús quiere cubrir los muros y la bóveda con una gran pintura contemporánea de contenido religioso y alegórico, y el cura del pueblo se queda deslumbrado con el proyecto. El pintor presenta sus bocetos y comienzan a tramitarse los permisos. Al principio la jerarquía eclesiástica se muestra reticente, pero finalmente monseñor Guerra Campos da el visto bueno (hasta las bestias pardas tienen sus momentos de iluminación) y el artista pone manos a la obra. Los dos primeros años son durísimos. El ábside y dos paños de muro se terminan con grandes penalidades, pero el proyecto entra en punto muerto debido a las dificultades económicas y al desánimo del pintor, que se encuentra varado en una profunda crisis creativa. Y entonces ocurre el milagro, pues no en vano estamos hablando de una iglesia, es decir, un lugar sagrado. Federico Mayor Zaragoza entra en escena y el proyecto recibe el patrocinio de la UNESCO. Y a partir de ese momento todas las puertas se abren. Personalidades de la talla de Ernesto Sábato, José Saramago y Fernando Arrabal apoyan la empresa, que aun así tarda otros seis años en completarse. El edificio se repara y rehabilita, y en noviembre del año 2002 Jesús Mateo da las últimas pinceladas.
     El fin de semana pasado visité Alarcón. Nos acompañó el guía del lugar, Jesús María Mallor, que se reveló como una fuente inagotable de información y de entusiasmo por su tierra. Confieso que penetré en la iglesia preparado para sufrir una cierta decepción, como siempre que visito un lugar al que llevaba tiempo deseando ir. La iluminación era tenue y los muros hacían reverberar la voz de nuestro guía. El mundo exterior había quedado abolido, y el recinto tenía algo de caverna prehistórica. Y entonces mis ojos se habituaron a la oscuridad y empezaron a surgir las pinturas.
Había formas animales y formas humanas, había ángeles y demonios, había seres de aspecto orgánico y estampa alienígena, seres como los que debieron surgir del mar primordial en los primeros días de la Creación, había espirales de gas, nebulosas, constelaciones, había una explosión de rojos, ocres y amarillos. Había una fuerza que solo puede brotar del genio y de la inspiración más sublime. Allí estaban Picasso y Miró, pero también El Bosco y Brueghel. Allí estaba también el primer hombre que hundió sus dedos en la sangre de un animal para pintar con ella los muros de su caverna.
     Salí de la iglesia. La luz del exterior me hizo parpadear y el mundo real comenzó a resurgir a mi alrededor. Tuve la sensación de que acababa de regresar de un viaje muy largo. Estoy seguro de que los críticos de arte pondrán sus reparos, pero no cabe duda de que la villa de Alarcón, entre sus varios tesoros, esconde uno muy singular: la obra de un joven maestro llamado Jesús Mateo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 31/5/2013

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