La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

domingo, 28 de octubre de 2012

Negativos



Toda ruptura comporta una pérdida. Una parte de nuestras vidas se desvanece, y el naufragio arrastra consigo muchos de los objetos acumulados durante ese tiempo. Nos consolamos repitiéndonos que siempre es posible reemplazar las cosas. Pero enseguida comprendemos la falacia que contiene ese pensamiento, y lo poco eficaz que resulta como consuelo. Porque hay objetos que, más que poseerlos, nos poseen, como aquel reloj del cuento de Cortázar. Un sillón, un cuadro, un libro o hasta una humilde taza pueden contener partes de nosotros. Durante años incorporamos esos objetos a nuestras vidas, y al hacerlo los dejamos impregnados de recuerdos, de sensaciones y de sentimientos, como si nuestro yo más íntimo se expandiera y ramificara a través de la materia inerte de las cosas que nos rodean. Vivir es coleccionar y es perder, y todo coleccionista conoce bien el dolor de la pérdida. Es fácil reemplazar un libro. Es fácil reemplazar un disco. Pero nunca serán el mismo libro ni el mismo disco. No es el contenido lo que importa, sino el soporte en sí, el objeto. En el libro viejo, el que se han llevado, estaba yo. No así en el nuevo.
Todo esto cobra especial dimensión en el caso de los álbumes de fotos. Hubo un tiempo en que casi no nos retrataban. Una fotografía era algo extraordinario que se reservaba para las ocasiones especiales. El bebé posaba para el fotógrafo con su culete al aire. Unos años más tarde, el mismo niño volvía a posar endomingado de primera comunión. Y entre una imagen y otra, con suerte, habría media docena más, todas ellas en blanco y negro, todas con ocasión de algo, como piedras miliarias a lo largo del camino. Luego nuestros padres se compraron la Kodak Instamatic y la cosa cambió. Pero nadie disparaba fotos a capricho, al buen tuntún. El revelado era caro y se procuraba que cada disparo mereciera la pena. Mis fotos de la infancia aumentan a partir de mi séptimo cumpleaños, pero su cantidad permanece dentro de márgenes modestos. Ahora ya no es así. La fotografía digital ha multiplicado las imágenes, quizás de forma innecesaria. Tan solo en sus primeros días de existencia, cualquier niño es fotografiado cuatro, seis, diez veces más que un ciudadano del pasado siglo durante toda su vida. Aunque, como siempre ocurre, existe una generación-puente, y me refiero a la de los chicos que rondan ahora los dieciocho años, y cuya primera infancia transcurrió aún en la época de la fotografía analógica y el revelado químico.
Mi hijo pertenece a esa generación. Los primeros compases de su vida, sus primeros años, se registraron con cámaras analógicas. Sus imágenes de la infancia, con ser mucho más numerosas que las mías, no alcanzan ni por asomo el diluvio de tomas que sufre cualquier infante de ahora mismo. Bastaban tres o cuatro álbumes para contenerlas a todas. Y parte de esos álbumes desaparecieron con mi reciente ruptura. Di esas fotos por perdidas para siempre y traté de consolarme pensando que eran solamente eso, fotos, imágenes inertes de un pasado que había quedado atrás. Pero muchas veces me venía a la memoria esa foto tomada en el paseo de la Feria una primavera, con el niño en brazos, yo con una cazadora vaquera que ahora no me vendría, él con un niqui a rayas y unos pantaloncitos de color crema, y sus rizos de bebé, y los ojos muy brillantes, abiertos de par en par. Recordaba esa imagen y muchas otras con la melancolía de lo perdido para siempre. Y lamentaba la pérdida por grande y por irreparable, porque no se trataba únicamente de fotos, sino de pedazos latentes de mis recuerdos y de mis afectos.
Pero ahora estoy de enhorabuena. He descubierto que existe un ingenio llamado escáner de negativos, y gracias a él estoy recuperando poco a poco todas esas imágenes perdidas, y muchas otras que nunca llegué a ver, porque en el laboratorio no las consideraron dignas de la bendición del positivado. El escáner de negativos es mi versión de la máquina del tiempo, mi modo empírico de demostrar que existe un núcleo intacto de afecto entre aquel bebé que yo sostenía en mis brazos y este adolescente malhumorado con quien, una vez más, he discutido esta mañana.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 29/10/2012

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