Hace unas semanas estuve en Benidorm para asistir a uno de los cinco conciertos que Bruce Springsteen ha dado en España. Fue una experiencia intensa que también me atrevería a calificar de agridulce. No era la primera vez que asistía a un concierto de una megaestrella del rock, aunque sí la primera que veía actuar a un músico por el que siento una admiración tan profunda. Empecé a escuchar a Bruce cuando ambos éramos ya talluditos. Yo estaría terminando mi carrera, y él ya había dejado atrás sus discos más legendarios (Born to Run, The River, Born in the USA), y se asomaba a la madurez con una serie de álbumes menores que adolecían de ciertas concesiones al éxito y a la comercialidad. De todos modos, mi puerta de acceso al universo del Boss fue un estuche de cinco LPs que se publicó en 1986. Estaba grabado en directo y venía a representar un resumen de su carrera hasta el momento, algo así como un borrón y cuenta nueva (aunque en vano, porque su público nunca le permitiría olvidarse de las viejas canciones).
El primer corte era una hermosa versión acústica de la monumental Thunder Road, interpretada con el único acompañamiento de piano y armónica. Como tantas otras composiciones de Springsteen, la canción está concebida en forma narrativa. La historia que cuenta es la de un muchacho que vive en una ciudad pequeña, donde sus únicas perspectivas son la mediocridad, el tedio y el fracaso. Pero hoy ha decidido romper con todo y escapar, y por ello se ha plantado con su coche ante la casa de Mary, su novia, a la que anima a unírsele en la fuga. Sé que todo esto suena a tema recurrente en la música rock (coches, chicas, la huida en busca de nuevas experiencias). Pero con el rock ocurre lo mismo que con la literatura: la diferencia no está en la originalidad de los temas, que suelen ser limitados, sino en el modo de abordarlos, de interpretarlos. La interpretación de Springsteen rebosa fuerza y sinceridad. Nuestra imaginación traza carreteras solitarias que se pierden en el horizonte, más allá del cual las oportunidades son infinitas. Aunque es necesario armarse de coraje para emprender el viaje, porque su precio es alto. Sin embargo, la recompensa merece la pena, como Bruce nos canta con su voz cálida y algo ajada, una voz que suena a muchas noches de humo y rock and roll en los garitos de la costa de Nueva Jersey: ¿Qué nos queda por hacer, excepto bajar la ventanilla y dejar que el viento alborote tu pelo? Mira la noche abierta de par en par y estos dos carriles que llevan a todas partes. Tenemos una última oportunidad para hacerlo real, para cambiar nuestras alas por cuatro neumáticos. Súbete, Mary. El cielo nos aguarda en las carreteras.
Desde aquel iniciático Thunder Road no he dejado de escuchar y seguir a Bruce Springsteen. He vibrado con sus cantos a la libertad y la esperanza, realzados por ráfagas de guitarra eléctrica y por explosivos solos de saxofón. Disfruto con el Springsteen roquero, con la vitalidad de himnos como Born to Run o Jungleland, relucientes como los cromados de esos coches veloces cuyos motores rugen en la madrugada. Pero si tuviera que elegir me quedaría con el Springsteen más íntimo, el que les canta a los que han perdido, a los forajidos y los outsiders, o sencillamente a aquellos que han visto sus ilusiones de juventud hechas trizas.
Hace pocos meses, en una de las noches más frías del pasado invierno, encendí fuego en la chimenea y me dispuse a escuchar Nebraska con un gin-tonic en la mano y en completa soledad. Se trata de un álbum que Bruce grabó también a solas, con su guitarra y su armónica como única instrumentación. Todavía lo conservo en vinilo, y tengo la suerte de que mi tocadiscos siga funcionando. Fue como charlar durante casi una hora con un buen amigo, y creo que nunca me he sentido tan cerca de él como aquella noche.
El pasado 30 de julio, en cambio, había otras 30.000 personas gritando, dando palmas y coreando los temas. A lo lejos, sobre el brillante escenario, pululaban unas diminutas figuras, tan distantes que apenas era posible distinguir a Springsteen de su saxofonista Clarence Clemons, aunque éste sea negro y mida cerca de dos metros. Las enormes pantallas mostraban a un Bruce de casi sesenta años, pero todavía entregado y lleno de vitalidad, saltando, sudando, aceptando peticiones, estrechando la mano a los espectadores y dejándose tocar por ellos (a diferencia de otros artistas, Bruce confía lo bastante en su público para permitirle estar junto a él). Desde mi asiento de grada, comprendí que nunca había estado tan cerca del Boss. Pero al mismo tiempo me sentía a un mundo de distancia. El concierto me pareció fabuloso. Sin embargo, no pude reprimir cierta sensación de tristeza cuando terminó.
No me va a quedar más remedio que esperar a que llegue el próximo invierno para encender la chimenea y desempolvar de nuevo los viejos vinilos. Esta vez prepararé también un gin-tonic para él. Charlaremos y beberemos. Bruce y yo. Y le pediré que cante sus viejos temas, en especial aquel que dice que ahora los jóvenes rostros se han vuelto viejos y tristes, y los corazones de fuego se han enfriado. Pero aquella noche de invierno juramos ser hermanos de sangre, como soldados con una promesa que cumplir: nunca retroceder, nunca rendirnos.
No retreat, Bruce, no surrender.
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