Escribo esta columna dos días después del Día del Libro, y ustedes la leen a más de una semana de distancia de esa fecha. Esto me ratifica en mi papel de columnista con poco apego a la actualidad, aunque por otro lado resulta adecuado hablar del Día del Libro cuando nadie se acuerda de él. ¿O es que alguien se acuerda del libro salvo ese día, y muchas veces ni siquiera entonces?
Uno de los libros más interesantes que han pasado últimamente por mis manos (nótese que no uso el verbo «leer») es un ensayo titulado Cómo hablar de los libros que no se han leído, del profesor francés Pierre Bayard (Anagrama). A pesar de que el título suena a coña marinera, lo cierto es que sus páginas reflexionan de un modo muy serio sobre el acto que denominamos lectura, y que en realidad se parece más a la no-lectura. Nadie puede aspirar a leer una parte significativa de lo que se publica, ni siquiera de la pequeña parcela de libros que merecen la pena. Pero es que además todo lector, incluso los más voraces, tiene una lista personal de lecturas pendientes que no sólo es mucho más larga que la de las ya realizadas, sino que además crece de día en día. Y a esto se une la fragilidad de la memoria humana. Si repaso mi biblioteca, no es raro que encuentre en ella libros que me acompañan desde hace muchos años, tantos que ya no puedo estar seguro de si los he leído o al menos hojeado, o si sencillamente fueron comprados y depositados en la estantería en espera de un momento propicio que jamás llegó. Al igual que todas las bibliotecas personales, la mía es un pozo sin fondo que se ahonda a mucha más velocidad de la que soy capaz de llenarlo.
Afirma Pierre Bayard que un auténtico experto en libros (profesores, críticos, bibliotecarios) rara vez se caracteriza por lo extenso de sus lecturas. Y hasta es posible que un exceso de lecturas resulte contraproducente. Puede ocurrir que los árboles no dejen ver el bosque; en otras palabras, que el hecho de prestar demasiada atención a libros individuales impida tener una visión del conjunto. Un profesor universitario puede pasarse horas enteras pontificando sobre En busca del tiempo perdido o el Ulises sin haber leído jamás esas obras, si acaso por resúmenes o extractos. No es raro que un crítico recomiende o proscriba un título que sólo conoce por una breve incursión que tal vez no haya ido más allá de sus solapas. Otra cosa es que lo reconozcan.
Volviendo a la cuestión del Día del Libro, creo que las ideas de Bayard sobre la no-lectura y el olvido son extrapolables al mundo de la política cultural. Desde hace unos años procuro tomar un antiácido el día 23 por la mañana, pero aun así siempre consiguen que acabe la jornada con cierto malestar gástrico. Ya sabemos que la cultura es el pariente pobre de la política, un área propicia para el gesto vacuo, la frase altisonante y las promesas que a nada comprometen. Todo el mundo protesta si tiene socavones en su calle, pero a nadie le importa un comino que en su ciudad o su región se practique una política cultural inane. ¿Saben que todavía pululan por los institutos ejemplares de aquella edición de El Quijote que el presidente Barreda nos regaló hace tres años, y que tuvo la gentileza de prologar en persona? No sé cuántos cientos de miles de ejemplares se imprimieron ni a qué coste. Lo que sí tengo comprobada es su utilidad para calzar el obsoleto mobiliario de muchas dependencias escolares. Pintoresca también la campaña institucional de animación a la lectura de este año. Me refiero a esos anuncios en los que se ve a Iniesta, Joaquín Reyes y otros castellano manchegos de éxito con un libro en las manos. «Mira, mira» parecen decirte. «No hace falta ser un desgraciado para que te guste leer».
En cuanto a la política municipal en relación al libro, no me han pasado por alto esos carteles con citas literarias que han aparecido en los autobuses urbanos, imagino que con el único propósito de que la alcaldesa y la concejala de cultura pudieran hacerse su foto para la prensa («porque yo lo valgo»). También está esa verbena del Altozano, con sus cuentacuentos, sus mimos y sus saltimbanquis, que tanto contribuyen a la causa del libro y de la cultura en general. No deja de ser curioso que una ciudad como Cuenca, más modesta que la nuestra en muchos aspectos, celebre una excelente feria del libro, con presencia de librerías de toda la región, de editoriales y de autores conocidos, mientras que nosotros hemos de contentarnos con la feria del libro usado, amén de la ya referida verbena del 23 de abril y sus simpáticos cuentacuentos. Claro, que tenemos la Casa de Cultura José Saramago, tan periférica que ni siquiera el propio Saramago fue capaz de encontrarla el día de su inauguración. También tuvimos un pequeño premio de novela, el «Rodrigo Rubio», pero se le dejó morir de puro abandono hace ya varios años. Y mientras tanto el servicio de publicaciones de la Diputación, que tanto hizo en su día por apoyar la creación literaria, sigue imprimiendo calendarios y folletos, y relegando a los nuevos autores de Albacete, tan necesitados de un espaldarazo, al ninguneo y al olvido.
Libros y olvido. Qué bien han entendido nuestros responsables políticos este concepto.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 1/5/2009
1 comentario:
Como dice cierto anuncio que he oído en ocasiones por la radio: "Este país es así, espléndido"
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