La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 19 de marzo de 2007

"Blues" del Hospital General


Nota: Hace algunos años, a raíz de una enfermedad de mi hijo, escribí este artículo como modesto homenaje a los profesionales de la sanidad de nuestro país. Creo que es un buen momento para renovar el artículo y el homenaje. Espero que les guste.


Acabo de despertarme después de una pasar la noche acompañando a mi hijo en el hospital. Aunque quizá el término «despertarme» no sea el más exacto tras esta semivigilia turbia y un poco alucinada. Veo entrar y salir a las enfermeras con termómetros y frasquitos para muestras de orina, y no estoy muy seguro de si son reales o si las estoy soñando. Pero este dolor de huesos sí es real, y también los crujidos de la butaca, que tras varias noches aguantando mi peso ha empezado a desencolarse. Pruebo a levantarme para despertar a mi hijo y ponerle el termómetro que han dejado sobre la mesilla, pero a la tercera intentona no he conseguido aún despegarme del asiento. De repente suena el teléfono. Al menos el susto me sirve para ponerme de pie de un salto. Me piden que baje al despacho de facturación, que está en el sótano del edificio, para cumplimentar un trámite.

Han pasado quince minutos, el tiempo medio necesario para encontrar billete en uno de los ascensores. El sótano del Hospital General tiene algo de submundo, de catacumba. Veo un cartel con una flecha que reza «mortuorio», pero ninguno que muestre el camino de la oficina de facturación. Por si acaso, me voy en dirección opuesta a la que señala el cartel. Exploro durante varios minutos, y en tres ocasiones acabo en el punto de origen. Hay muchas puertas cerradas con rótulos enigmáticos: «ascensor limpio», «ascensor sucio», «zona estéril». Empiezo a inquietarme. ¿Encontraré alguna vez la dichosa oficina? Entonces casi colisiono con una especie de cortina confeccionada con gruesas tiras de plástico. Sobre ella, un cartel me indica que acabo de encontrar el mortuorio, precisamente el último sitio al que yo quería ir. Me horroriza la idea de toparme con alguno de los inquilinos de este lugar, de modo que salgo pitando en dirección contraria. Ensayo dos o tres trayectos al azar y me cruzo gente que viste batas blancas. Todos saben adónde van excepto yo. Con ánimo de disimular mi confusión, normalizo mi paso y adopto un aire casual, como si deambulara por estos pasillos todos los días. Entonces tuerzo hacia la izquierda y ¡zas!: «laboratorio bacteriológico». Retrocedo lentamente. Casi me parece ver a los virus y las bacterias reptando bajo esa puerta. Echo a correr, ya sin el menor pudor. Al final del pasillo veo a una señora con bata blanca. «Por favor —suplico entre jadeos—. ¿Me puede decir dónde está la oficina de facturación?» Ella me responde con voz amable y gesto divertido: «Véngase conmigo, que voy en esa dirección». Me conduce a través de este dédalo de corredores que ya empieza a serme familiar. Por fin emergemos a una especie de dársena de carga, una suerte de túnel en cuyo extremo se divisa la consoladora luz del día. Hay un grupo de sanitarios que charlan y bromean. «¡Ven, ven!», le gritan a mi guía con ademán de ir a contarle el último chisme. «Mire —me dice ella—, es ahí mismo, en ese pasillo de la izquierda». Yo no quiero que me deje solo, pero no tengo más remedio que darle las gracias y seguir adelante. Todavía me las arreglo para perderme una vez más, porque de pronto me encuentro rodeado de lavadoras y gigantescas pilas de ropa de cama. «Pero, hombre, ¿adónde va? ¡Que se ha metido en la lavandería!» Mientras ella me conduce hasta la misma puerta de facturación, pienso en lo bien que se me da hacer el tonto. «Hala, ya está usted aquí, tenga cuidado a la vuelta». Esta buena señora jamás podría adivinar lo agradecido que le estoy. La veo alejarse hacia el lugar donde la esperan sus compañeros y oigo sus risas. Puede que se rían de mi despiste. Pero eso no me importa.

Es más, me consuela saber que en las desoladas entrañas de este edificio hay un grupo de personas que ríe y que bromea. Mi hijo lleva una semana internado en pediatría. Durante estos días, que ya me parecen semanas, he presenciado cosas terribles, escenas que no habría querido ver jamás. Justo frente a la cama de mi hijo hay una joven madre gitana acompañando a su niño de un año. Es hemofílico y sangra sin parar por la boca. Dudo que ella haya cumplido los 25. Tiene ya tres hijos, y los dos varones padecen hemofilia. Está sola y el niño no deja de llorar. Ella maldice, pero no lo soltará en ningún momento. No va a permitir que vuelva a hacerse daño. En la cama de al lado, aislado tan sólo por una delgada mampara, un niño de siete años está agonizando. Sufre convulsiones y una taquicardia que los medicamentos no consiguen detener. Permanece semiinconsciente, aunque a veces oímos su llanto. Su corazón está muy debilitado y no aguantará mucho tiempo. Mientras tanto, sus padres velan a su lado, esperando.

Y aquí, junto a mí, está Miguel, mi hijo, mi precioso niño de ocho años.

Resulta difícil concebir el inmenso dolor que contienen las paredes de este edificio. Y aún más difícil imaginar lo duro que debe de ser trabajar aquí día tras día. Por eso me consuela que los trabajadores del Hospital General todavía conserven el optimismo y las ganas de bromear. Puede que la risa sea el único bálsamo para poder soportar lo que tienen que ver a diario.

Llevo una semana con mi hijo en pediatría, yo, que lo único que sabía de los hospitales era por las series de televisión. Y es cierto que he visto cosas atroces, porque el dolor y la enfermedad se vuelven del todo inaceptables cuando son niños quienes los sufren. Más de una vez me he preguntado cómo puede haber personas capaces de trabajar aquí, rodeados de tanta tristeza. «Cualquiera acabaría amargado», me digo. Y, sin embargo, lo único que hemos recibido de ellos durante estos días ha sido ayuda, gentileza y humanidad. Por eso, no veo modo mejor de acabar estas líneas que expresando mi gratitud y mi homenaje para los médicos, enfermeras y resto de los trabajadores del Hospital General Universitario de Albacete, especialmente para los que prestan sus servicios en pediatría. Gracias por todo. Muchísimas gracias.

Aparecido en La Verdad de Albacete el 25/10/2003

No hay comentarios: