La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 16 de mayo de 2014

Eurovotator 1.4


Hace unos días me topé con un enlace curioso. Se trataba de un programa on-line que, mediante una encuesta, permitía al usuario determinar su grado de acuerdo con los programas electorales de los distintos partidos políticos que concurren a las Europeas. Me pareció interesante, pues no recuerdo haber leído nunca un programa electoral ni conozco a nadie que lo haya hecho. Además, las preguntas no eran en absoluto triviales. La encuesta arrancaba con la  contundente afirmación, «España debería abandonar el Euro como moneda nacional», sobre la que había que manifestarse conforme a una escala de cinco opciones, desde «totalmente de acuerdo» a «totalmente en desacuerdo». Un poco después la cosa se complicaba, pues el encuestado debía manifestarse sobre si los tratados de la UE deberían aprobarse en el parlamento y no en referéndum, duda que jamás me había asaltado, y eso que cuando se firmó nuestro tratado de adhesión yo era un mocito y ahora peino canas. Las siguientes preguntas me sumieron todavía más en la perplejidad, como por ejemplo la que pedía mi parecer sobre si, para solucionar las crisis financieras, la UE debería poder endeudarse, al igual que hacen los Estados. Me dio miedo ser un perfecto analfabeto político y empecé a tener dudas sobre si el sufragio universal era una buena idea o si el derecho a votar en las elecciones del 25-M debería restringirse a quienes puedan acreditar un máster en políticas económicas comunitarias. También empezó a rondarme la idea de que las cosas que se cuecen en Bruselas están muy alejadas de las preocupaciones cotidianas de los ciudadanos, aunque no hay un solo anuncio de propaganda electoral en el que no se nos asegure lo contrario. Por fortuna el cuestionario se fue volviendo menos exigente. «¿La competencia de libre mercado hace que el sistema de salud funcione mejor?» «¿El Estado debería intervenir lo menos posible en economía?» Esas cosas ya me sonaban más a la madre de todas las preguntas, que no es otra que «¿es usted de izquierdas o de derechas?», y comencé a sentirme más a mis anchas, porque sé cómo responder a eso desde que era un crío.
Por fin terminé el cuestionario y aguanté la respiración mientras el programa hacía sus cálculos. Y entonces comprobé con estupor que el resultado estaba muy lejos de lo que a mí me habría gustado. No solo el partido al que pienso votar ocupaba el sexto lugar de la lista (por detrás de agrupaciones de las que apenas sé nada). Descubrí, además, que la opción política más en sintonía con mis ideas es aquella a la que hice solemne juramento de no volver a respaldar bajo ninguna circunstancia. Fue como averiguar de repente que uno no es quien pensaba ser, sino que en tu interior habita un pardillo o un borrego. Traté de calmarme pensando que el maldito test no tenía mayor rigor que esos cuestionarios que a veces, por puro aburrimiento, contestamos en las redes sociales: «descubre qué animal eres» o «averigua si eres un helado de naranja o de limón». Sin embargo, el tono serio y la dificultad de las preguntas me seguían inquietando, sin mencionar el hecho de que el cuestionario y sus resultados venían avalados por varias universidades e instituciones de prestigio. ¿Y si yo estaba equivocado y el programa estaba en lo cierto? ¿Y si mis intenciones de voto originales eran irracionales y estaban basadas en el despecho en lugar de en el conocimiento y la reflexión? Incluso se me pasó por la cabeza que una versión mejorada del programa podría ser un buen modo de perfeccionar los sistemas democráticos, tan cuestionados por unos y por otros. En lugar de manifestarnos sobre listas de nombres a los que ni siquiera podemos poner cara, ¿por qué no someterse a una encuesta y dar así con el partido más afín a nuestras ideas? ¿No sería este el mejor modo de votar de un modo racional? ¿Qué tal un Eurovotator 1.4 para sustituir al sistema tradicional?
Pues verán, mi respuesta final fue que no, que las encuestas, por muy rigurosas que sean, son incapaces de adentrarse en el alma de los electores, que el hecho de emitir el voto es un acto profundamente humano y, por tanto, sujeto a los mismos procesos irracionales que rigen los aspectos más importantes de nuestras vidas, como odiar o como enamorarse. No hay encuesta que explique por qué determinado candidato nos parece un imbécil o un estomagante, por muy razonable que nos suene su discurso. Ningún cuestionario incluye las preguntas «¿goza usted de buena memoria?» o «¿hasta qué punto está usted dispuesto a seguir alimentando a esos sujetos?» o «¿de verdad se cree todavía lo que le dicen?» o «¿no le resultaría enormemente satisfactorio mandar a esos tipejos a su casa?» Nos gustaría que la política fuese una actividad de gente honrada, pero la evidencia siempre contradice nuestras expectativas. Por ello el voto dista de ser un acto consciente y racional. Es más bien una profesión de fe, la diminuta esperanza de que algún día empiecen a respetarnos y dejen de tomarnos el pelo. Así que olvídense de programas y encuestas y voten a quienes les dé la gana. A fin de cuentas, les va a dar lo mismo.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 16/5/2014 

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