La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

sábado, 11 de enero de 2014

Más tinta electrónica


El viernes pasado dediqué esta columna al libro electrónico, pero me quedó la sensación de que me había dejado muchas cosas en el tintero, sensación que me confirman algunos amigos y lectores. Miguel Ángel Ortega, por ejemplo, me señala que el libro electrónico ha hecho aumentar en mucha gente inquietud por la lectura, pero únicamente porque proporciona un acceso cómodo y gratuito a lo que antes suponía un desembolso o la necesidad de echar mano de las bibliotecas o de la buena generosidad de los amigos. Y aquí es donde nos topamos con el problema principal de esta nueva forma de leer: la piratería. Cierto es que la piratería editorial ha existido prácticamente desde siempre. A Cervantes ya le piratearon su Don Quijote a los pocos meses de la primera edición. De hecho, la segunda edición de El ingenioso hidalgo se publicó en Valencia sin permiso del autor y sin que este viera un real de los beneficios que generó. En América Latina (sobre todo en México, Perú y Colombia) los grandes lanzamientos editoriales provocan un alud de ediciones piratas que se venden en puestos callejeros, libros que se confeccionan por el procedimiento de escanear las páginas y las cubiertas del libro original. Pero la piratería asociada al eBook no es un fenómeno de top manta. Cualquier usuario del dispositivo sabe de la existencia de varios portales en internet donde es posible descargar versiones electrónicas de títulos recientes de forma sencilla, rápida y gratuita. Sin ánimo de justificar esta práctica, debo señalar que lo que motiva a quienes mantienen estas webs no es el afán de lucro, y que en la mayoría de los casos se trata de empresas colectivas a las que todos los usuarios hacen aportaciones. No obstante, se trata de descargas ilegales de un material que posee propietarios y copyright, y por lo tanto provocan un perjuicio económico para autores y editores, y naturalmente también para los libreros. Señala Miguel Ángel Ortega que ciertas personas se ufanan de tener almacenados en sus dispositivos de lectura tantos títulos que «ni ellos ni toda su estirpe hasta que se extinga tendrán tiempo de leerlos». Así pues, no existiría lo que en lenguaje jurídico se conoce como «lucro cesante», pues se trata de libros que de todos modos no se venderían. Muy cierto. Pero también conozco casos cercanos de lectores genuinos que descargan y leen libros que, de otro modo, comprarían sin lugar a dudas, lo que plantea un problema de difícil solución. No es que sea yo muy partidario de mantener engrasadas a toda costa las ruedas del negocio editorial (al menos tal y como este funciona hoy en día), pero todo negocio necesita generar beneficios, y el pirateo de libros, además de ser ilegal, pone a todos los profesionales del sector al borde del precipicio. Olvidémonos de la idea de que la cultura ha de ser gratuita y universal, como la sanidad y la educación. La cultura es una industria y ha de funcionar como tal o no funcionará en absoluto. Es cierto que las editoriales han dejado de ser un vehículo para que los buenos autores lleguen a los lectores y se han convertido más bien en un obstáculo. Los editores vocacionales como Mario Muchnik y Carlos Barral han pasado a ser figuras románticas del pasado, y quien ahora maneja el cotarro es el editor-ejecutivo que se guía por criterios exclusivamente comerciales. De este modo, solo los autores que ya han probado su comercialidad siguen publicando, creando un círculo vicioso que le cierra el paso a los nuevos valores, salvo excepciones contadísimas. El libro electrónico, sin embargo, abarata de forma drástica el coste de poner un título en el mercado. Desaparece el papel, desaparece la imprenta y la distribución se simplifica de tal modo que para que el libro llegue a los lectores basta con un ordenador y una tarjeta de crédito. Pero esto puede ser un arma de doble filo, pues esa misma facilidad y ausencia de riesgo financiero facilita que se pongan en circulación libros de dudosa calidad que de otro modo jamás habrían visto la luz. Aunque, bien pensado, tampoco es que la calidad literaria preocupe mucho a las grandes editoriales, que favorecen a Belén Esteban y Jorge Javier Vázquez en detrimento de voces interesantes que jamás llegaremos a oír, porque los famosillos de turno copan los catálogos y las mesas de novedades de las librerías. Por otro lado, ¿es realmente cierto que los libros electrónicos se venden a un precio sensiblemente inferior a los de papel? La respuesta no es sencilla. Tomemos, por ejemplo, la última novela de Pérez-Reverte, El francotirador paciente, publicada por Alfaguara. El precio de la edición en papel en Amazon es de 18,53, euros, y el de la edición digital de 9,49, es decir, prácticamente la mitad. Sin embargo, al comprar un libro en formato tradicional estamos adquiriendo un objeto con peso, masa y corporeidad. ¿Qué nos ofrece un libro electrónico salvo un montón de electrones chisporroteando en un disco duro? Además, por estas tierras no estamos educados precisamente para desembolsar nueve euros en aquello que podemos obtener gratis. Un gran problema, en efecto, tan grande que el espacio de esta columna se me ha agotado sin haber podido vislumbrar siquiera las soluciones, lo que me obliga a estirar este asunto hasta la semana que viene.

Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/1/2014


2 comentarios:

isaló dijo...

Me permito una pequeña puntualización por la tangente: Jorge Javier Vázquez, un tipo odioso donde haya siete, es filólogo. No me interesó en absoluto lo que contaba en su libro, ya lo había leído mil veces. Pero reconozco que el libro, al menos estructuralmente, está bien escrito, mejor que los de muchos reconocidos académicos.
Y sí, pido disculpas por tener la manía de leer absolutamente todo lo que cae en mis manos :)
Isa

Unknown dijo...

No veo la inexistencia de un soporte tangible como una razón para no adquirir un libro electrónico. Es verdad que el libro posee determinadas cualidades físicas, pero creo que son cuestiones accesorias, sin duda a disfrutar pero que no forman parte de la esencia del libro, que es su contenido. Sería como decir que no puedo disfrutar de una buena comida si no utilizo una buena cubertería.

En cuanto a la escasa longevidad del soporte electrónico, tampoco es una razón teniendo en cuenta las calidades de edición que se llevan en los tiempos que corren, con esa pasta de papel pulp y ese encolado americano de las encuadernaciones actuales que a los pocos años está para tirar. Mis libros de hace 70 años están en general en mejor estado que los de hace 10. Sintomático, sin duda.

Quizá debamos acostumbrarnos a que el repositorio físico único de la cultura se encuentre en las bibliotecas, y que nosotros podamos disponer de nuestras ediciones electrónicas personales (incluyendo sus anotaciones, subrayados, etc.).

Finalmente, tengo amigos editores que han podido lanzar sus libros gracias a internet. Parte de esos libros han visto la luz precisamente por ser editados en formato electrónico. Hoy los Herraldes y los Barrales tiran de internet como un medio para no dejarse la vida y los bienes en la empresa; son menos mediáticos y sus reuniones no se parecen a las del círculo de Bloomsbury, (y seguro que beben menos), pero están ahí.

El problema de la piratería es, a mi modo de ver, grave pero resoluble. Creo que la solución esté en implantar una moral social adecuada, en la que la descarga pirata sea concebida realmente como un robo, como algo reprochable y prohibido. Sigue existiendo un extraño concepto del hacker como Robin Hood y de la ínformación de la web como un bien público y disponible por todos, que sería preciso replantearnos.

Con el tiempo y con el debido impulso colectivo y político se consigue la siembra y el asentamiento de esas reglas morales, como se ha conseguido con otras cuestiones en temas como el respeto medioambiental o el consumo respetuoso de tabaco, por poner dos ejemplos que me vienen a la cabeza.

Perdón por el rollo, pero me ha parecido un tema interesante.