La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 18 de junio de 2012

Smartphones



Hace unos días mi amiga tiró su smartphone por el retrete. No lo hizo a propósito. Fue uno de esos accidentes cuya trascendencia resulta mucho mayor de lo que podemos imaginar en un principio, como quien se lanza a la piscina haciendo el tonto y acaba tetrapléjico de por vida. Ella llevaba su smartphone en el bolsillo de atrás de los vaqueros y se disponía a usar el inodoro. Cuando se dio cuenta, el artilugio estaba sumergido y ni sus reflejos felinos le bastaron para evitar la catástrofe. Lo recuperó al cabo de un instante, pero al parecer el agua se había filtrado en los delicados entresijos del aparato, y ni siquiera una prolongada exposición al sol del mediodía bastó para resucitarlo. Adiós a su contactos, a sus sms, a sus whatsapps y a todas esas cosas que se han convertido en nuestro vínculo con el mundo y nos mantienen anclados en la realidad. Ahora mi amiga se muestra desconsolada. Yo le he prestado uno de mis viejos móviles, pero el aparato dista de ser "smart" ("listo" en inglés). De hecho es un móvil bastante bobo, de los que solo sirven para enviar y recibir llamadas, y poco más. Mi amiga no puede soñar siquiera con conectarse a internet desde cualquier esquina, como hacía con su su móvil antes de la zambullida. Me temo que se siente un poco alienada, como si de repente se encontrara en una tierra extraña, o en otra época, o en otro planeta. La pobre ha tratado de obtener ayuda en la tienda de telefonía donde adquirió el aparato, pero los dependientes se han mostrado poco comprensivos con sus cuitas. Las empresas de telefonía móvil cada vez me recuerdan más a los bancos. Son encantadores hasta que nos tienen en sus garras. Y luego que nos parta un rayo.
Le he dicho a mi amiga que me gustaría poder ayudarla, pero confieso que no he sido del todo sincero. La pura verdad es que ella me gusta mucho más ahora que antes, cuando su smartphone todavía estaba intacto. Me ponía muy nervioso verla sacar el aparatejo del bolso cada cinco minutos para observar mesmerizada la pantalla, o para pulsar secretas combinaciones de teclas sin brindar la menor explicación, a menudo dejándome con la palabra en la boca. Ahora nuestra relación ha mejorado mucho, libre por fin de esas molestas interrupciones, de esas injerencias de entes invisibles y misteriosos interlocutores. Es más, abogo por crear un movimiento para que todos arrojemos nuestros smartphones por la taza del váter y luego tiremos de la cadena. De ese modo acabaríamos para siempre con esas surrealistas escenas que cada vez son más frecuentes: grupos de amigos reunidos en torno a una mesa que se ignoran mutuamente, cada uno concentrado en la información que recibe a través de sus teléfonos.
Sí, ya sé que todo esto suena a monserga de carrozón impenitente, pero he llegado a la conclusión de que  estos juguetitos a los que tan aficionados nos hemos vuelto no han servido para hacernos más felices, sino todo lo contrario. No sería mala idea que en estos tiempos en las que tantas cosas están prohibidas, se prohibiera también el uso de teléfonos móviles en locales públicos. Supongo que la gente saldría a la calle para darle a la tecla al tiempo que le asesta nerviosas caladas a su cigarrillo. Pero al menos veríamos cómo los amigos vuelven a mirarse a la cara para conversar. Soy consciente de que mi amiga sobrelleva con dificultad su síndrome de abstinencia, pero lo cierto es que la encuentro mucho más simpática desde que su smartphone hizo gluglú. He descubierto que tiene un voz preciosa y una mirada muy seductora. Y hasta juraría que estoy empezando a enamorarme de ella.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 18/6/2012

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