La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

lunes, 21 de mayo de 2012

Incertidumbre climática



Estos días huelen a verano, a asfalto recalentado, a bronceador y a chanclas. Hace un par de semanas los dientes todavía nos castañeteaban de frío, y ahora es salir a la calle y empezar a notar cómo el sudor nos imprime cercos poco favorecedores bajo las axilas. Hace nada nos acurrucábamos en la cama bajo la dulce calor del edredón nórdico, y ahora el nórdico se ha convertido en un compañero molesto, casi un suplicio, aunque todavía no estamos seguros de la conveniencia de confinarlo a las profundidades del armario, porque los hombres del tiempo no acaban de ponerse de acuerdo, y no parece sino que hubieran enloquecido por culpa de este clima errático y extremo que se nos figura aquejado de una severa crisis de identidad. ¿Y qué me dicen de los pobres percheros, agobiados bajo el peso de las muchas prendas de más o menos abrigo, pues uno no sabe qué tiempo le va a tocar sufrir cada día? ¿Me decidiré por fin a llevar el chaquetón de invierno a la tintorería o mejor me espero, no vaya a venir una ola de frío siberiano para reemplazar al calor sahariano de la semana pasada? ¿Tendrá esta incertidumbre climática alguna relación con la prima de riesgo y con volatilidad los mercados?
Seré sincero, creo que la edad me está volviendo alérgico a lo imprevisible, ya sea en cuestiones climáticas o en otras de distinta índole. De pronto me he convertido en un amante de la costumbre, como los jubilados que se sientan en un banco del parque y esperan que la temperatura sea la que corresponde al calendario, y luego se van a casa y saben que toca lentejas, porque es lunes, y que su pensión llegará a final de mes, y que el Estado pagará sus gastos médicos y farmacéuticos, porque para eso se han pasado la vida cotizando y esforzándose. Entiendo que haya quien disfrute del riesgo y la aventura. No veo ningún inconveniente en que existan descerebrados a quienes les divierta tirarse de un puente o descolgarse de un risco. O invertir en la bolsa. Pero yo me había acostumbrado ya a la vida muelle y al Estado del Bienestar. Y últimamente a veces paso miedo, mucho miedo. Me pone nervioso no saber si lo más adecuado es coger el abrigo o el bañador o el paraguas. Y también me aterra la idea de ignorar si el próximo curso tendré treinta alumnos por clase o si serán cuarenta. O si podré seguir enseñando con un ordenador y un proyector o me harán volver a la tiza. O si ganaré lo suficiente para afrontar mis gastos. O si el compañero con quien tomo café todos los días tendrá trabajo y podrá continuar con su vida. O si caerá el diluvio universal y se nos llevará a todos el demonio.
Solo una cosa me consuela. Este año, como todos los años, han vuelto los señores que venden plantitas en la Plaza Mayor. Me reconforta verlos de nuevo con sus matas de tomates y de pimientos y de calabacines. Me gustaría cultivar mi propio huerto para poder ir a comprarles esas hortalizas en miniatura que yo mismo plantaría y cuidaría y vería crecer. Esos señores de la furgoneta y el mono azul que veo todas las mañanas son los auténticos heraldos del buen tiempo. Ojalá fueran ellos los que están en la Moncloa, en las agencias de calificación, en la Comisión Europea y en el Bundestag. Ojalá fueran ellos los cancilleres y presidentes, los ministros y secretarios de Estado.
Al menos los señores del mono azul saben lo que se traen entre manos.
Por cierto, ¿qué tiempo hará mañana?
Publicado en La Tribuna de Albacete el 21/4/2012

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