«La Semana Santa ya no es lo que era», declaró Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, ante la comisión reunida en pleno. Y todos asintieron gravemente al oír aquella verdad irrefutable. Sólo los cofrades más veteranos recordaban los días en que la Semana Santa se vivía como Dios manda, en silencio y penitencia. Dentro de los hogares enmudecían los aparatos de radio, y los escasos televisores eran púdicamente cubiertos con unas faldas de mesa camilla. Las iglesias, por supuesto, reventaban de fieles que visitaban los monumentos o asistían a las celebraciones litúrgicas, y la gente se apiñaba en las aceras para no perderse detalle de las procesiones, y no como quien presencia un espectáculo taurino, sino con el fervor y recogimiento propios de fechas tan solemnes. Al paso de los desfiles, los únicos ruidos eran el redoble de los tambores y el agudo lamento de las trompetas. Si acaso, alguna saeta o algún viva a la Macarena o al Cristo de Medinaceli, expresiones plenamente aceptables del fervor popular. Los devotos permanecían en pie durante horas, inmóviles, silenciosos, sobrecogidos. Si algún niño protestaba porque le dolían los pies, se le hacía callar. Y luego todos al vía crucis o al oficio de tinieblas de la Catedral, y desde allí derechitos a casa para seguir rezando y ayunando. Ay, pero eso era antes, hacía muchos años. Porque ahora la gente ya no pasaba la Semana Santa con Cristo, sino en Disneylandia con el pato Donald, o aún peor, en las playas caribeñas tostándose el lomo. Los que se quedaban despotricaban de las procesiones y decían que no se debería permitir que una pandilla de idiotas encapuchados se apoderara de las calles. Y los pocos que aún asistían a los desfiles se habían olvidado de la fe y hasta de guardar las formas, y veían pasar a los Cristos y las Vírgenes entre risas y chascarrillos, como quien ve un desfile de gigantes y cabezudos. En cuanto a los nazarenos, antaño genuinos penitentes, no eran ya sino una tropa de mozalbetes que no distinguían una procesión de un botellón. «No, señores», insistió Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, tras completar el calamitoso panorama, «la Semana Santa ya no es ni por asomo lo que era. De modo que algo hay que hacer». Y todos asistieron gravemente mientras murmuraban: «Desde luego que sí, algo hay que hacer».
Las actas de aquella reunión no recogen de quién fue la idea, y tampoco los testimonios de los presentes arrojan luz sobre el particular. Afirman que, más que una ocurrencia individual, aquello fue una iluminación colectiva, como si de repente le hubiera aparecido a cada uno una lengua de fuego encima de la cabeza, o como mínimo una bombilla de 50 vatios. Sabemos, no obstante, que los miembros de la comisión semanasantera dedicaron toda la noche a discutir los pormenores. No lograban ponerse de acuerdo, por ejemplo, sobre qué cofradía debía ser la distinguida con el grandísimo honor. Parece que incluso hubo un conato de pelea entre los presidentes de las dos hermandades más veteranas, ya que ambas consideraban que sus merecimientos eran mayores que los del resto. Finalmente, y con ánimo de evitar que la sangre llegara al río, se decidió rezar un rosario para pedir la intercesión de la Virgen. En vista de que ésta se resistía a interceder, al despuntar el alba procedieron a jugarse a los chinos el privilegio de ser los primeros.
Y así fue como la noche de Viernes Santo, cuando la procesión acababa de formarse, los mandamases de la cofradía afortunada ordenaron a uno de sus miembros que abandonara las filas y se colocara en cabeza de la formación. Aunque llevaba la cara tapada, cabe suponer que el hombre puso gesto de sorpresa, lo que resulta natural si pensamos que nadie le había advertido de lo que le esperaba. En cualquier caso, tampoco tuvo tiempo para reaccionar, ya que de inmediato lo despojaron de su capirote, de su túnica y hasta de su ropa. Y así, vestido tan sólo con un pequeño taparrabos que apenas le cubría las vergüenzas, procedieron a flagelarlo a la vista de todos. Después se le coronó de espinas y se le hizo cargar con la pesada cruz que tendría que transportar hasta el final de la procesión. Se cuenta que nunca antes, ni siquiera cuando la Semana Santa era como Dios manda, hubo desfile que se viviera con más devoción y recogimiento, y eso que la noticia había corrido como la pólvora y el público había acudido en masa para no perderse el espectáculo. Como era de esperar, el momento culminante llegó al final, cuando el elegido fue clavado en la cruz, y ésta solemnemente plantada ante la puerta de la catedral. Ni el más leve murmullo surgió de la muchedumbre congregada para presenciar el desenlace del drama, que no por esperado resultó menos impresionante. «Consumatum est», proclamó Mateo Iniesta plantado ante la multitud, que había contemplado los últimos estertores del desventurado con una mezcla de fascinación y espanto. «Ahora id y rezad». Y sin pronunciar una palabra, los miles de espectadores de la procesión de aquel año se dirigieron en masa hacia la catedral, suponemos que para rogarle a Dios que los librara de ser los elegidos el año siguiente.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/4/2009
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