La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 15 de julio de 2008

Melomanía



Vivo en el centro de Albacete porque soy alérgico al uso diario del automóvil. Compré mi vivienda en la calle Zapateros, que como saben es peatonal, en la creencia de que así disfrutaría de las ventajas de vivir en el centro sin sufrir los inconvenientes del tráfico. Entonces mi adquisición me pareció un acierto, y yo un tipo muy astuto al haber elegido mi lugar de residencia con tanta sensatez. Pero al destino (o al diablo) le divierte gastarnos jugarretas. Y yo, que me considero un enemigo jurado del ruido, estaba destinado a sufrirlo en cantidades industriales.
Pasaré por alto el hecho de que todos los borrachos de Albacete parecen sentir una predilección especial por mi calle a la hora de emprender sus accidentados regresos al hogar. Eso sería injusto para los vecinos-mártires de La Zona y sus aledaños, o para quienes sufren la calamidad de un botellón bajo la ventana de su dormitorio. La concentración de locales de copas en dos o tres calles tal vez sea muy conveniente para los hosteleros, pero ha convertido esa zona de nuestra ciudad en un espacio inhóspito, casi inhabitable. Un auténtico territorio comanche. En comparación, mi calle, con sus coros de borrachos en la madrugada, disfruta de la misma calma que un monasterio de cartujos. Comparadas con el frenesí nocturno de La Zona, hasta resultan tolerables esas infames verbenas de barrio con que las asociaciones de vecinos castigan a sus vecinos a costa de las subvenciones municipales. Por cierto, que ya he padecido la mía. Como cada año, con la puntualidad de ciertas catástrofes naturales, las fiestas de mi barrio se han perpetrado en la plaza del Periodista Antonio Andújar. Y como prueba de que con la edad uno se vuelve más tolerante, sepan que he aguantado mi ración doble de pachanga sin decir ni pío… ejem… hasta hoy.
Mi calamidad acústica particular es de otra índole y opera en horario diurno. Me refiero al conservatorio de música Tomás de Torrejón y Velasco, esa noble institución que se ha convertido en la pesadilla de quienes vivimos en sus inmediaciones. Los estudiantes tienen que practicar, por supuesto. Y por ello el edificio esta provisto de dobles ventanas. Pero pronto descubrimos, para nuestra consternación, que ese detalle es puramente ornamental, pues los estudiantes las abren de par en par en invierno y en verano. Y así los vecinos podemos apreciar su habilidad para aporrear pianos e instrumentos de percusión, soplar en tubas y cuernos, o tañer violines y contrabajos. Imaginen que todos esos instrumentos suenan a la vez (algunos, por cierto, tocados por desmañadas manos primerizas). Imaginen que su despacho, el lugar donde trabajan, estudian o simplemente tratan de leer, se encuentra a diez metros escasos de esa pared sonora. Imaginen el clamor de un coro dentro de su domicilio, como si esas decenas de voces cantaran exclusivamente para su tormento. Imaginen a la banda municipal en pleno ensayando justo delante de su ventana, muchas veces hasta la medianoche. ¿No creen que hasta el melómano más fanático se volvería un enemigo jurado de la música? ¿Tenemos algo que envidiarles a los vecinos de La Zona?
Habrá quien justifique este martirio invocando la condición de centro educativo del conservatorio. Se dirá que posee una función social y que, por tanto, conviene hacer la vista gorda. Yo pienso que la condición de centro de enseñanza no es un eximente, sino un agravante, porque es bien sabido que los profesores tenemos también la obligación de educar en valores y en ciudadanía, y es de buen ciudadano no incordiar al vecino. Tampoco faltará quien diga que el conservatorio se cierra en vacaciones, con lo que los estudiantes se van con la música a otra parte. Cierto, en términos generales. Con la salvedad de que el año pasado hubo obras, y los albañiles con sus picos, taladros y hormigoneras tomaron el relevo de los estudiantes con sus pianos, clarinetes y violas. Y que este año son los opositores quienes nos regalan los oídos con sus conciertos, eso sí, algo más afinados. En fin, ¿algún sordo de nacimiento está interesado en comprar un piso baratito en la calle Zapateros?
* * *
Posdata: mi remedio, igual que el año pasado, ha sido hacer las maletas y marcharme al pueblo. A Carcelén, para más señas. Desde el patio de mi casita tecleo estas líneas, mientras contemplo cómo me crecen los geranios. El sonido más alto es el trinar de las golondrinas, y de fondo el zumbido de una avispa que traza piruetas entre las ramas de un laurel. Y hablando de Carcelén, hace unos meses reclamé desde esta columna que se le tributara el homenaje que merecía a Juanjo Gómez Molina, artista y catedrático, carcelenero ilustre donde los haya, fallecido en accidente el verano pasado. Pues bien, a principios de junio tuvo lugar ese homenaje, con la participación de la familia y de todo el pueblo. Y hoy la plaza principal del pueblo lleva el nombre de Juan José Gómez Molina. Es justo reconocer las cosas bien hechas. Desde aquí mi felicitación para el ayuntamiento de Carcelén y para Ildefonso Vera, su alcalde.
Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 11/7/2008

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