La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

viernes, 2 de mayo de 2008

Predicadores



Cada temporada tiene su fauna característica. Y la de la Semana Santa es la de los predicadores. Lo tengo más que observado y volví a comprobarlo durante las últimas vacaciones. Entiéndaseme. No es que el resto del año los predicadores permanezcan escondidos. Pero en Semana Santa se vuelven particularmente irritantes (igual que las moscas, que las hay casi todo el año, pero es en verano cuando incordian de verdad). No bien empieza la Cuaresma estos individuos empiezan a ponerse nerviosos. Y con la inminencia de la Semana de Pasión se sienten sacudidos por un éxtasis místico, pletóricos de gracia, bendecidos por el verbo divino. Entonces, como aquellos eremitas que abandonaban su cueva del desierto para predicar a grito pelado en las ciudades de los gentiles, los modernos predicadores se encaraman al púlpito de los medios de comunicación para recordarnos nuestra miseria moral. Y de paso darnos un poco la tabarra. Y no se conforman ya con sermonear en su casa, pues bastaría entonces con no sintonizar la COPE para ahorrarse el tostón. Ahora se les puede encontrar en los lugares más insospechados. Me acuerdo de un señor cura que cada domingo publicaba sus homilías en un periódico local más o menos progresista. Durante la mayor parte del año el hombre resultaba bastante inofensivo. Se limitaba a hacer sus reflexiones sobre Lázaro, la parábola del sembrador y el leproso de Cafarnaún. Y tan contento. Pero en Semana Santa se exaltaba como un profeta del Antiguo Testamento. Y recuerdo al menos una ocasión en que al señor cura se le fue por completo la cabeza, y le dio por tronar que aquellos que no vivíamos cristianamente la Semana Santa éramos «unos malnacidos». Como lo oyen.

Ahora parece que no hace falta pertenecer al clero para erigirse en portavoz de la Conferencia Episcopal. Hay seglares, católicos de a pie, a quienes les da por sermonear desde los periódicos, como si su columna de opinión fuera una columna de estilita. Y a poco que el lector incauto se descuide, se encontrará con uno de estos crisóstomos de medio pelo acribillándolo con impertinencias e invectivas. Si has decidido aprovechar la Semana Santa para irte de viaje o descansar unos días en la playa, te llamarán frívolo. Si has preferido refugiarte en tu casita del pueblo, es porque eres un burgués y un zángano, y te marchas a practicar la holganza allá donde tus ancestros se partían el lomo. Y eso es porque el mundo es ahora un sindiós y un desmadre colosal y vivimos instalados en la cultura del ocio. Si hasta los pobres se han vuelto burgueses y pretenden irse de vacaciones, montarse viajecitos y darse la buena vida. ¡Habrase visto! Y así van las cosas como van, amigo lector, el mundo al revés. Y todo porque nos hemos olvidado del ejemplo de Jesús de Nazaret. Y por eso nuestros hijos se pasan la vida en botellones y nosotros tan contentos mientras los bujarras se casan y encima pretenden adoptar niños. Venga a mezclar peras con manzanas. Como si el matrimonio fuera una frutería en vez de un sacramento. Y venga a ponernos condones. Aunque luego nos parezca de perlas que en esas clínicas abortistas no paren de triturar fetos. Y encima mandamos a nuestros hijos a estudiar Educación para la Ciudadanía (siempre que no haya botellón). Para que luego, de mayorcitos, emparienten con alguien de su mismo sexo y quieran que los case Zerolo. Esos somos nosotros, los que vivimos una existencia frívola de espalda al Evangelio, los que holgamos y fornicamos (con condón), los que educamos a nuestros hijos en el vicio, la iniquidad y la ciudadanía, y luego sacamos la túrmix y trituramos unos fetos indefensos para la cena. ¡Toma ya! Mientras ellos, guardianes de la fe católica, garantes de la sagradas tradiciones, depositarios de las esencias del pensamiento recto, viven su Semana Santa cristianamente, y cristianamente nos invaden la calle con sus procesiones, nos ensordecen con sus tambores y sus clarines destemplados, y luego se adjudican una superioridad moral que jamás han demostrado y se dedican a insultar a todo bicho viviente que no piense como ellos, en especial a quienes entienden que la fe es una cuestión privada, respetable pero privada, que en este mundo hay sitio para todos sin necesidad de voces ni de coces, y que la esencia de la convivencia está en vivir y en dejar vivir.

Por fortuna, el mundo que añoran estos predicadores de rosario y cara al sol, aquel en el que alguna vez mangonearon e hicieron su agosto, va quedando atrás, muy atrás. Son voces que claman en el desierto (aunque sería de agradecer que no lo hicieran solamente en un sentido figurado, porque al menos en el desierto no molestarían a nadie). Pero es verdad que uno tiene la mala costumbre de enfadarse por cosas que no lo merecen, y tal vez el proceder más sensato fuera ignorar a estos nostálgicos del nacional-catolicismo camuflados de demócrata-cristianos. Ignorarlos, dejarlos atrás con sus traumas y sus insultos. Con su derrota y su mala leche. Y mirar adelante, vivir nuestra vida como nos plazca. Y disfrutar viendo cómo este país, aligerado de caspa y de mugre, ventilado de su tufo a cerrado y sacristía, abraza por fin la sagrada causa del laicismo. Gracias a Dios.

Aparecido en La Tribuna de Albacete el 4/4/2008

Columna: "La Ley de Murphy"

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"Nobody expects..."

Anónimo dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo, tan totalmente de acuerdo, que no añadiré nada más.


C.