La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 6 de febrero de 2007

Terrores nocturnos

Puede ocurrir cualquier noche, pero el peligro se acentúa en las madrugadas del fin de semana. El señor Fernández duerme plácidamente cuando un estrépito de vidrios rotos lo arranca del sueño. Desde la calle llegan gritos, cánticos, carcajadas. El señor Fernández suspira. No es la primera vez que esto ocurre. A la mañana siguiente, sábado o domingo, nuestro desvelado protagonista encontrará destrozados los cristales de su portal. Aunque, claro, si el señor Fernández es un comerciante u hostelero el daño será de más envergadura: un costoso escaparate, una luna cuya sustitución será muy cara o supondrá enojosas gestiones con la aseguradora. Muy cerca hay una placita donde juegan los críos. Hoy su aspecto es como el panorama tras una batalla. Hay charcos hediondos de alcohol, vasos de plástico aplastados y botellas rotas. Los columpios del parque infantil han sido arrancados y, si no se anda con cuidado, nuestro amigo corre el riesgo de plantar el pie sobre una de las vomitonas que siembran el lugar. En las calles adyacentes puede seguirse un triste rastro de arbolitos tronchados, de parterres profanados a pisotones, de costoso mobiliario urbano hecho trizas. Y esto lo sufrimos cada fin de semana del año. Son nuestros nuevos terrores nocturnos.

Si uno se lo propone, es posible encontrarle justificación a casi todo. En la cola del supermercado oí a cierta señora manifestarse en los siguientes términos: «Claro, si es que todo hay que comprenderlo. Es que en los bares les cobran una barbaridad por un cubata y los jóvenes se tienen que divertir». Quien así opina por fuerza debe residir lejos de los focos principales de esta plaga y no concederle gran importancia a la educación de sus hijos (ni al estado de sus hígados). Tampoco quisiera pecar de sentencioso o moralista. Carezco de convicción y de autoridad moral para ello, pues yo mismo, en mi lejana y atolondrada juventud, fui un entusiasta de la litrona al raso en la calle Tejares. De hecho, si cierro los ojos, todavía me parece estar recorriendo aquellos quinientos metros de vieja calle sin asfaltar y su media docena de tabernas. Reconozco que yo también fui joven y bullanguero. Pero eran otros tiempos. Y me atrevo a suponer que los vecinos de la Zona vivían entonces mucho más tranquilos que ahora. Porque lo de ahora es un sindiós, oigan. Un colosal desmadre.

Un buen amigo mío sostiene la teoría de que cada uno de los ciudadanos afectados deberíamos apadrinar a un «botellonero». Les explico. Tras haberse pasado toda la noche sin dormir por culpa de los jóvenes que gritan bajo su ventana, líense la manta a la cabeza y persigan a uno de los miembros de la pandilla hasta su casa. Una vez localizado el domicilio del rapaz, contraten a una tuna o agénciense un potente equipo de audio. Y luego dediquen la mañana a hacer todo el ruido que puedan bajo la ventana de su dormitorio. Al fin y al cabo, también han de dormir alguna vez las dichosas bestezuelas.

Por desgracia, las cosas no son tan fáciles. Y plantarles cara a estos airados muchachos entraña sus riesgos. Hace algún tiempo increpé desde mi balcón a una pandilla cuya idea de la diversión era hacer sonar indiscriminadamente los timbres de mi edificio. Ellos me respondieron con burlas e insultos, y yo los amenacé con llamar a la policía. Esa misma noche, mi domicilio fue objeto de un acto de kale borroka en versión local. Era verano y las ventanas de mi casa estaban abiertas. Y de pronto, mientras mi mujer y yo veíamos la tele, al menos media docena de huevos se colaron en mi salón manchando ventanas y muebles. Corrí tras los puñeteros niños y los hallé sentados en la plaza cercana, comentando su hazaña. Decidí obrar con prudencia y llamé a la policía local. «Oiga. Me han tirado huevos por la ventana...» «Sí, sí, los tengo localizados...» «Están justo aquí delante, riéndose de mí...» «¿Cómo que no van a venir sólo porque los chicos se estén riendo?» «¿Cómo que en qué país me creo que vivo?» Así se desarrollo mi conversación con la agente de la policía local que respondió al teléfono. Les doy mi palabra.

Pero basta. Me resisto a sonar como un carcamal («Con esos gamberros lo que habría que hacer es darles un pico y ponerlos a cavar zanjas»). Sin embargo, la triste realidad es que hoy florece un prototipo de adolescente hedonista, chuleta, matón, grosero, consentido e impune. Se trata de una criatura que no todos hemos creado, pero que a todos nos toca sufrir. Son esos jóvenes y adolescentes que, agrupados en vociferantes y etílicas pandillas, asolan nuestras calles y perturban nuestro sueño en las noches del fin de semana. Y todo ello con el beneplácito de sus padres (¿o es que no se ha dado cuenta de que el niño le bebe como un Ernesto de Hannover cualquiera?). Y, por supuesto, ante la pasividad de las autoridades municipales y de la policía. Porque algunas medidas no son progresistas y los chicos han de divertirse.

Y yo acabo de darme cuenta de que estoy a punto de agotar mi espacio y no me he molestado en buscar soluciones. Vaya por Dios. En eso empiezo a parecerme a nuestro alcalde.

Aparecido en el diario La Tribuna de Albacete el 31/1/2007

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