A principios de curso muchos profesores
solemos experimentar un severo arrebato pedagógico y nos da por elaborar nuevos
materiales para nuestros alumnos. Me refiero a materiales modernos, con un alto
contenido “lúdico”, de los que fomentan la participación de los discentes,
integran “destrezas” y responden escrupulosamente a los “estándares” del
“currículo educativo”. Lo normal es que con los años a uno se le pasen estas
veleidades. Sin embargo, la nueva pedagogía es un veneno de acción lenta, pero persistente,
y a poco que te descuides te encuentras plantado delante del ordenador pensando
en la forma de entretener a los chicos, de hacerles la estancia en clase más
grata y, de paso, de buscar modos de que aprendan sin dolor (prodesse et delectare, como decía
Horacio). La mayoría de estos materiales elaborados con tanto esfuerzo suelen
terminar en la papelera de reciclaje, pues la realidad de las aulas siempre
acaba por imponer su tiranía, y los gestos de aburrimiento y fastidio de los
chicos son tan elocuentes que difícilmente se pueden pasar por alto. Ya me
advirtió sobre esto una antigua compañera, profesora de francés ya jubilada,
quien un año decidió aparcar la conjugación del verbo avoir y leer con sus alumnos los libros del Pequeño Nicolás (y no
me refiero a ese caradura que aparecía tanto por televisión, sino al entrañable
personaje de René Goscinny). Cierto día, se disponía mi compañera a entrar en
clase con una pila de libros de Le Petit
Nicolas bajo el brazo, cuando oyó murmurar a uno de los alumnos: “Ya está
aquí otra vez la petarda esta con el Pequeño Nicolás de los cojones”. Ahí
acabó su arrebato pedagógico. Al día siguiente, atracón del verbo avoir para todos. Lo bueno de estos
sarpullidos es que antes o después se acaban curando. Menos en los casos de
quienes han convertido la tontería en su forma de vida.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 28/9/2018
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