Cuando
apenas me faltan unos meses para decir adiós a la cuarta década de mi
existencia (lo que no es sino una manera bastante rebuscada de explicar que
cumplo 50 dentro de poco), me he decidido a redactar una lista de mis achaques.
Esto puede sonar a puro masoquismo, pero en realidad mi propósito es didáctico
y terapéutico. La lista consta de dos columnas. En la de la izquierda he
colocado todas las dolencias que no tienen solución; en la de la derecha figuran
aquellas que sí puedo solventar en el momento en que me anime a ello. Pese a
que ambas listas son largas, he encontrado bastante consuelo en su redacción.
Me he dado cuenta de que entre los males incurables no hay nada especialmente
grave. Sí que hay dos o tres pejigueras que mejorarían con ciertos cuidados, y
alguna cosilla que conviene tener bajo control. Pero nada susceptible de
llevarme a la tumba en un futuro inmediato (si la próxima semana no se publicaran
estas líneas, den por hecho que la última afirmación era una estupidez). En
cuanto a la columna de la derecha, la de los males con remedio, tan solo
necesito un poco de voluntad y paciencia para recortarla de forma sustancial.
Pan comido.
Entrando
en detalles, les hablaré de tres de mis dolencias irreversibles, y de cómo
pequeñas dosis de estoicismo y humor pueden ayudar a sobrellevarlas con mejor
ánimo, e incluso a encontrar en ellas inesperados aspectos positivos. La
primera es el bruxismo que padezco desde hace tiempo. Por si no están
familiarizados con el término, el bruxismo consiste en apretar y rechinar los
dientes. Algunos lo hacen dormidos y otros despiertos. Yo aprieto mis dientes
dormido, despierto y en todos los estados intermedios, lo que supone un
desgaste enorme para mi dentadura y para los músculos encargados de la
masticación, que siempre tengo contracturados. Mi dentista me confeccionó una
especie de bozal de plástico que en teoría he de ponerme por las noches, aunque
con frecuencia lo olvido. El coste de reponer con injertos las piezas dentales
que van sucumbiendo es alto. A cambio, he llegado a la conclusión de que esta
manía de apretar los dientes no deja de ser prueba de mi carácter indomable y
aguerrido. Y no pierdo la esperanza de hincarle el diente a alguna pieza que
merezca la pena.
La
segunda dolencia sin solución son las moscas que se apoderaron de mi vista hará
una década, y que ya nunca lograré espantar. En mi caso, las moscas (el término
médico es «miodesopsias») fueron
resultado de un desprendimiento vítreo y se manifestaron de la noche a la
mañana como una invasión repentina de seres filamentosos y fantasmales que me
seguían allá donde fuera y se manifestaban allá donde mirara. No hay solución
para esto, aunque con el tiempo uno llega a aceptar a estos bichitos como
compañeros inevitables e inofensivos, e incluso deja de reparar en ellos por
mucho que se obstinen en seguir ahí. De hecho, mi conclusión es que cumplen su
papel. En este mundo donde las sombras son mucho más abundantes que las luces,
las moscas realzan mi visión al dotarla de variedad y complejidad. Y el hecho
de ver cosas que nadie más puede ver tiene su aquel para quienes, como yo,
procedemos de una familia iniciada en el ocultismo.
Y puestos
a hablar de cosas que percibo y que no existen, mencionaré por último mis
acúfenos, que son esos zumbidos y pitidos constantes que suelen acompañar a
quienes estamos aquejados de una sordera incipiente. Dicen que a uno le pitan
los oídos cuando se habla de él, lo que me permite concluir que mi humilde
persona debe de ser un tema favorito de conversación, porque no hay momento en
que mis pitidos me dejen tranquilo, ni entre el fragor del tráfico ni en el
silencio nocturno. Pero puedo vanagloriarme de ser uno de los pocos que usan un
generador de ruido blanco para poder descansar y relajarse, lo que me convierte
en una especie de cyborg, un habitante del futuro. En cuanto a mi sordera, que
empeorará con el tiempo, tiene la desventaja de que mucha gente te tome por
idiota; a cambio, presenta el aliciente de ponerte a salvo de tantas idioteces
como se oyen por ahí.
Y así
concluyo este breve inventario de mis achaques, un ejercicio muy saludable para
todo hipocondríaco que se precie. Por último, deseo dedicar esta columna a mi
médico, ese santo varón al que me he propuesto sobrevivir a pesar de todo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 2/8/2013
1 comentario:
Tengo exactamente los mismos síntomas, todos. Pero a mis recientes 30. Siempre hay alguien peor.
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