La Ley de Murphy

La Ley de Murphy
Eloy M. Cebrián

martes, 28 de abril de 2009

Cartas desde la cárcel



Han pasado algunos años desde la aparición de mi novela Bajo la fría luz de octubre, ambientada en Albacete en los días de la república, la guerra civil y la primera posguerra. No es la única novela que he publicado, pero sí aquella con la que mantengo una relación más estrecha. De hecho, la familia republicana que la protagoniza es mi propia familia: mis abuelos, mis tíos, mi padre... Sus vivencias eran una parte de mi historia familiar, muy parecida a tantas otras historias y vidas malogradas por el conflicto. Así pues, el libro se convirtió en mi oportunidad de aprender acerca de aquellos hechos que determinaron el destino de mis mayores de un modo tan aciago, en una ventana abierta al pasado por la que atisbar lo que hasta el momento había permanecido oculto. Y también en un humilde intento de dar voz a quienes habían sido silenciados durante tantos años. La narradora que desgranaba sus recuerdos no era otra que mi tía Maruja, la mayor de las hermanas de mi padre. Fue ella quien, a lo largo de una serie de entrevistas, me narró sus recuerdos de aquellos días. Al final de la novela, la muchacha que entonces era se asoma al balcón y observa el regreso de su padre tras varios años de cautiverio. Y tiene que hacer un esfuerzo para reconocerlo, pues el que regresa es un hombre cansado y vencido que se parece muy poco al que ella recuerda. La derrota de su padre es la derrota de una idea de España, y Maruja siente lástima por él, por su familia y ella misma, por todos los vencidos: «Sentí lástima por todos los que habíamos tenido que crecer en aquel tiempo oscuro de miedo y violencia. Mientras tanto, mi padre me había visto en el balcón y agitaba la mano hacia mí con los ojos llenos de lágrimas. Pero yo seguí allí, quieta bajo la fría luz de octubre, incapaz de responderle o de gritar para que todos supieran que nuestro padre estaba otra vez en casa. Porque la enorme tristeza que vi en su rostro, avejentado por las privaciones y el sufrimiento, me hizo comprender algo que tiñó de amargura la alegría de su regreso. En un instante supe que la guerra no había acabado ni podría acabarse nunca, y que el terror de aquellos días seguiría contaminando para siempre nuestra existencia. Porque tantos muertos, tantas juventudes malogradas, tanto dolor y tanto odio no iban a borrarse de nuestra memoria como un simple mal sueño. Porque el mundo era ahora un lugar más inhóspito de lo que había sido antes de que se desatara aquel horror.»


Ésta era precisamente la idea con la que se cerraba la novela, la de que la guerra no constituye un hecho cerrado, sino un desgarro permanente en el tejido de nuestra memoria como nación, un eco de dolor y de pérdida que todavía reverbera en el interior de muchos españoles. Entonces comprendí que no cabe contemplar nuestra guerra civil como un período pretérito de nuestra historia, simple materia de libros y de eruditos, sino como algo todavía vivo y sangrante. Lo que estaba lejos de sospechar cuando terminé mi novela era el alcance real de la tragedia, el modo en que las ondas sísmicas del conflicto han alcanzado a varias generaciones a muchos años de distancia, no sólo a las personas que conservan recuerdos de aquellos años, sino también a sus descendientes. Gracias al modesto éxito cosechado por el libro, he tenido ocasión de entrar en contacto con algunas de estas personas. Durante encuentros con lectores y presentaciones literarias, ellos han tomado la palabra para contar su historia. En numerosos casos se trataba de hombres y mujeres jóvenes, nacidos en los sesenta o los setenta. Aun así, ellos todavía sienten sus vidas lastradas por la ignominia cometida con sus abuelos. Ahí estaba el dolor intacto de las heridas jamás cicatrizadas. Ahí estaba la amargura de tantos años de vergüenza y silencio. Y con sus testimonios crecía mi convicción de que el olvido no es una receta válida para reparar las injusticias ni para restituir la dignidad perdida. Para esas personas, silencio y olvido no han sido en modo alguno un bálsamo, sino la misma sal de sus heridas.
A despecho de quienes predican que es necesario olvidar y pasar página, muchos insistimos ahora en hablar de «memoria histórica», pues la memoria es el único remedio para curar las heridas del recuerdo. Memoria histórica y dignidad. Una sepultura digna para todos esos españoles que yacen en fosas anónimas. Y una justicia nueva para reparar las viejas injusticias. Pero la memoria necesita nutrirse. Mi tía alimentó la mía con sus palabras y murió apenas un mes después de que se publicara mi novela, que para ella no fue sino un homenaje a la figura de su padre. ¿Qué habría pasado si yo nunca hubiera decidido escribir ese libro? ¿Adónde habría ido a parar el testimonio de mi abuelo, de sus años de prisión injusta, del sufrimiento de su familia? Me pregunto cuántas de estas historias de la guerra se han perdido de modo irreparable. Como parte esencial de mi legado familiar, hoy conservo la sentencia de mi abuelo, emitida por el juzgado militar de Albacete por el procedimiento sumarísimo de urgencia y fechada el 2 de septiembre de 1939, «Año de la Victoria». En virtud de esta sentencia, Eloy Cebrián, natural de Bonete y vecino de Albacete, es hallado culpable de un delito consumado de auxilio a la rebelión militar y condenado a doce años y un día de prisión.


Mi abuelo sobrevivió y en mi familia se ha conservado vivo el recuerdo de la injusticia cometida con él, que ha llegado hasta mí en forma de palabras y de un documento, la copia al carbón de una sentencia que constituye un auténtico antídoto contra el olvido. Otras familias no tuvieron la misma suerte. En un artículo que publiqué hace unos meses, expuse el caso de una persona con la que trabé conocimiento, y más tarde amistad, a raíz de la aparición de mi novela. Mi amigo nació en Albacete en 1938, cuando la ciudad vivía los meses más terribles de la guerra. Su padre, que era ferroviario y socialista, fue apresado recién terminada la contienda. Lo ejecutaron en el 42, casi al mismo tiempo que a su esposa la enviaban a la prisión de Barcelona. Con apenas tres años, a mi amigo se lo llevaron a Cataluña para que estuviera más cerca de su madre, y es allí donde ha vivido desde entonces. Hoy es un hombre respetado que disfruta de su jubilación rodeado de sus hijos y de sus nietos. Pero él se ha negado a olvidar a aquel niño de cuatro años, con un padre fusilado por rojo y una madre presa en la cárcel de Barcelona.


Cuando se puso en contacto conmigo, mi amigo buscaba consejo para emprender una búsqueda. Pensaba equivocadamente que yo era un especialista en el tema de la guerra civil en nuestra provincia, por lo que me pedía ayuda para localizar algunos documentos relativos a su familia, en concreto las sentencias condenatorias de sus padres. Tuve que explicarle que en modo alguno era un experto, y que para escribir mi novela me había basado sobre todo en el testimonio oral de mis mayores, pero me ofrecí a realizar alguna consulta en su nombre. Eso fue en septiembre de 2007, y desde entonces mi amigo ha tenido que afrontar un descomunal despropósito burocrático, una peregrinación por más de una docena de archivos subdirecciones e instituciones penitenciarias que, a fecha de hoy, no ha rendido el menor fruto. Todo ello con el único propósito de obtener copia de unos documentos que expliquen por qué sus padres tuvieron que morir e ir a prisión hace setenta años. Y sin obtener más que excusas y vaguedades como respuesta: «no consta la existencia de dichos documentos», «las personas referidas carecen de antecedentes», «no figuran en estos archivos», «pregunte en otro sitio». De modo que la carpeta de mi amigo crece con esas muestras de la confusión y la negligencia administrativa. Pero él ya ha demostrado que no es de los que se rinden, y tampoco va a hacerlo en este empeño. Como tantos otros hijos y nietos de este país, su único propósito es limpiar el recuerdo de sus mayores, ensuciado hace setenta años por la injusticia y la violencia, y extraviado ahora en algún recoveco de la desmemoria administrativa.


Los documentos son esenciales cuando la verdad y la justicia han sido pisoteadas. Lo saben muy bien los dictadores. Tan pronto como comprende que su régimen se extingue, la principal preocupación de todo buen tirano es enterrar las pruebas de su arbitrariedad y su barbarie. Los documentos son botellas arrojadas al mar del tiempo. Y a veces los mensajes que contienen logran alcanzar las playas de la memoria. Dos de estos mensajes, dos voces desesperadas, han llegado recientemente a mis manos gracias a Antonio Selva, director del Instituto de Estudios Albacetenses y codirector de esta publicación. Son las últimas y estremecedoras palabras de dos personas ejecutadas por la dictadura. Ocultemos sus nombres. Digamos tan sólo que se trataba de un matrimonio de Albacete, y que ambos fueron apresados y juzgados de acuerdo con aquella funesta ley de responsabilidades políticas de 9 de febrero de 1939, el instrumento del que se valió el régimen para aplastar cualquier resto de sedición. Él, zapatero de profesión, fue ajusticiado el 28 de octubre del mismo «Año de la Victoria». La carta que ha llegado a mis manos fue escrita de su puño y letra. Va dirigida a sus «hijas, hijos, madre, cuñados, cuñadas y demás familia», y está fechada el 27 de octubre, es decir, el día anterior a la ejecución de su sentencia. Conforme avanzamos en su lectura, comprendemos que, aunque tan sólo lo separan unas horas del pelotón de fusilamiento, el hombre todavía ignora qué va a ser de él: «Madre, el motivo de no haber escrito antes obedece a que, como fuimos juzgados pidiendo el ministerio fiscal a los dos penas de muerte (se refiere a él y a su esposa), yo esperaba el fallo del consejo para habérselo comunicado, pero hasta la hora presente no sabemos qué suerte será la que Dios nos tenga designada [...]. Por lo pronto pedimos nuestra libertad, sea lo que Dios y los hombres quieran». Corroborando nuestra sospecha de que es ajeno a su inminente suerte, a reglón seguido el hombre hace referencia a próximas visitas, que nunca tendrán lugar, y realiza algunas recomendaciones con respecto a su vivienda confiscada y sus escasas pertenencias: «El día que comunicasteis conmigo, con tanto escándalo que se mueve en la comunicación, no os pude decir que si os es posible os llevéis al nene, y que hagáis porque os levanten la clausura de la casa, y que recojáis los cuatro chismes que nos quedaron, porque aunque malos y viejos, por lo menos servirán las camas para que esas desgraciadas criaturas puedan utilizarlas. Asimismo, debéis deshacer el taller (su taller de zapatero) y tomar la determinación que mejor creáis. También os digo que si alguna vez podéis venir, procurar venir para estar aquí los jueves por la tarde y así podéis comunicar el jueves conmigo, y el viernes con… (aquí menciona el nombre de su esposa). Solicitándolo, se dan comunicaciones especiales por las mañanas, pero éstas creo que son de pago y en ellas ya se entiende mejor la comunicación ». Por los testimonios que recogí de mi propia familia, sé que en la prisión provincial las visitas tenían lugar en un locutorio atestado donde reclusos y familiares, separados por un ancho pasillo, se veían obligados a desgañitarse para hacerse oír. Lo que ignoraba era la existencia de esas «comunicaciones de pago», aunque no resulta sorprendente que, como en tantas otras ocasiones, se montara un negocio en torno a la desgracia ajena. En cualquier caso, nos sorprende esta preocupación por asuntos tales como muebles y enseres en alguien que se encuentra en semejante trance, aunque tal vez el gesto de preocuparse por lo cotidiano fuera sólo un modo de sobrellevar el miedo y aferrarse a la vida. A continuación, el hombre se dirige a sus hijos mayores: «Procurar ayudar con vuestro mayor esfuerzo a vuestras tías y tíos, y no olvidéis asistir con todo vuestro cariño y esfuerzo a vuestros cinco hermanitos pequeños». Por último, pide perdón por su mala letra: «No os extrañéis de la letra, que no tengo los lentes y estoy al mismo tiempo muy emocionado, y no puedo continuar escribiendo más».


También a nosotros, a varias décadas de distancia, nos resulta difícil contener la emoción al leer las últimas palabras de aquel padre de siete hijos a punto de ser ajusticiado. ¿Qué saben de heridas abiertas quienes quieren enterrar en el olvido a este hombre y a tantos hombres y mujeres como él? ¿Qué pueden saber del dolor de aquella familia rota, de esos siete huérfanos que crecieron separados y marcados con el estigma de unos padres rojos y fusilados? Parece que algunos de ellos fueron recogidos por familiares, mientras que otros acabaron en el orfanato conocido como la Casa Cuna. Con todo, ignoramos qué fue exactamente de ellos, aunque nos gustaría pensar que pudieron reconstruir sus vidas y alcanzar algo de la felicidad que les fue arrebatada en la infancia. En cambio, aunque de forma indirecta, sí nos ha llegado el testimonio de una de las nietas. Se trata de la mujer que custodia las cartas, profesora universitaria en la actualidad. Según ella, su familia sufre todavía las consecuencias de aquellas muertes injustas. La ejecución de los abuelos abrió una herida en el tejido mismo del tiempo. Dos generaciones y setenta años después, la vieja herida todavía sangra.


Pero si doloroso es el testimonio del marido, aún resulta más sobrecogedora es la breve nota de despedida de la esposa, que sus familiares recibieron el día 11 de abril de 1940, nueve días después de ejecutarse su sentencia de muerte. Se trata de una pequeña tarjeta postal escrita por una mano que no era la de la reclusa, tal vez la de un funcionario o un sacerdote. Su letra solamente aparece en la firma, temblorosa y humilde letra de ama de casa a quien los estudios, probablemente, sólo le alcanzaban para estampar su firma: «Queridísimos madre, hijos y hermanos. A la hora de escribir estas líneas me encuentro en capilla y dentro de poco dejaré de existir. Mi último encargo a todos es que vivan unidos y se ayuden mutuamente. Usted, madre mía, compensando a mis hijos la pérdida de sus padres; vosotros, mis queridísimos hijos, obedeciendo y queriendo a la abuela como a mí me habéis querido y respetado. No lloréis, yo voy a reunirme con vuestro padre, y desde allí os bendeciremos. Para todos, mi cariño y mi último abrazo».


Dos botellas arrojadas al mar del tiempo. Dos gritos de desesperación que nos llegan desde la orilla más remota. Dos muertes injustas entre otras muchas. Se nos encoge el alma al pensar en ese matrimonio que se encuentra a tan sólo un paso de la muerte, ejecutados ambos con tan sólo unos meses de diferencia. Desde el horror y la impotencia, asistimos sobrecogidos a su drama: las débiles esperanzas del hombre, la resignación de ella, preparada para reunirse con su marido. Y no podemos evitar pensar en cómo sería su último instante, infinito y atroz, ante el pelotón de fusilamiento. Querríamos que todo esto hubiera ocurrido muy lejos de aquí, a un mundo de distancia, pero sabemos que no fue así, y que la reparación de aquellas injusticias es nuestra responsabilidad. Se dice que el silencio es una forma de honrar a los muertos. Pero ellos ya han recibido demasiado silencio. Dejemos que sus voces se oigan por fin. Por la dignidad. Por la justicia. Por la memoria.

Publicado en el nº 14 de la revista "Cultural Albacete", de abril de 2009

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sencillamente extraordinario tu artículo; a pesar de mis muchos años y por tanto con piel y corazón endurecidos, me ha aflorado una congoja especial. Te ruego sigas en ésa línea de la "MEMORIA histórica", pues aúnque los políticos alarguen el tema eternamente, siempre quedarán tus escritos y otros muchos qque expliquen la auténtica tragedia que vivió España.