
martes, 28 de abril de 2009
Cartas desde la cárcel

viernes, 24 de abril de 2009
Taller

Ando estos días ocupado con un taller literario que imparto para un grupo de adolescentes. No estoy seguro de que se pueda enseñar a otros a escribir (aunque a algunos autores muy reputados no les vendrían mal unas clases de gramática y redacción). En mi descargo diré que el taller no fue idea mía, sino de mi amiga Aurora Miñambres. Ella trabaja también en la enseñanza, y es uno de esos raros casos de profesores que conservan intacto el entusiasmo del primer día que entraron en un aula. No contenta con impartir sus clases de filosofía, a Aurora todavía le quedan ganas de dirigir un club de lectura con un grupo de sus alumnos del instituto Amparo Sanz. Me los había encontrado alguna vez en las librerías de Albacete, pues su profesora, como buena lectora que es, se ha encargado de inculcarles el amor por las librerías y el placer de hojear un libro en busca de ese algo especial que nos arrastra de una página a otra. Estos chicos, lectores voraces y por tanto escritores en potencia, son los alumnos del taller.
Siempre he dicho que uno de los principales problemas de dedicarse a escribir es el poco tiempo que esta actividad deja para leer. Ahora añadiré que el contacto continuado con el mundo editorial termina por empañar nuestra mirada como lectores. Nadie tan escéptico como un escritor a la hora de enjuiciar el fenómeno literario, tal vez porque todo escritor tiene que sufrir los mecanismos que rigen hoy en día el mercado del libro y sabe, por tanto, que éstos tienen más que ver con los gustos del mercado que con el mérito y la calidad. Conozco a un agente que ha decidido representar solamente a autores de novela histórica, pues según él es casi imposible interesar a las editoriales en otro tipo de producto (así lo llama él, «producto»). Podríamos agregar al lote de lo que hoy triunfa los libros de autoayuda, los de intrigas vaticanas y aquellos que llevan la firma de algún famosete mediático. Y pare usted de contar. Con honrosas excepciones, los libreros son reacios a aceptar libros que tal vez no tengan una salida fácil. Los distribuidores imponen márgenes abusivos y banalizan el mercado inundándolo de bazofia. En cuanto a las editoriales, hace tiempo que pasó a la historia aquella figura del editor al estilo Mario Muchnick, personas de vastísima cultura, enamorados de su oficio, auténticos buscadores de oro. El editor actual se parece más bien a un ejecutivo, y sabe mucho más de marketing que de metáforas.
Con semejantes premisas, resulta complicado enfrentarse a un grupo de jóvenes para hablar de libros, cuando uno empieza a tener la sensación de que apenas merece la pena leerlos, y mucho menos escribirlos. Pero han resultado ser un grupo de chicos y chicas muy especiales. Tanto que me están enseñando algo quizás más valioso de lo que yo les estoy enseñando a ellos. En concreto, me están recordando que debemos contemplar el libro con una mirada limpia y libre de cinismo, con la misma mirada que yo tuve hace muchos años, cuando leí por primera vez a Borges o a Lovecraft o a H. G. Wells y comprendí que, para bien o para mal, había entrado en un laberinto del que ya nunca podría salir.
¿Pero qué hay en los libros?
Impartimos el taller literario en el semisótano del instituto Bachiller Sabuco, ya saben, el hermoso edificio de la Avenida de España. A pocos metros del aula que nos han prestado para este fin está la «habitación cerrada» del instituto. Todo esto se lo conté el día que empezamos el taller. Se trata de un espacio de unos setenta metros cuadrados. Para que se orienten, queda debajo de la gran escalera central de mármol blanco. «¿Y qué tiene de especial esa habitación?», me preguntaron los chicos. Pues bien, lo que la hace singular es que no hay modo de entrar en ella. Sabemos que está ahí porque figura en los planos, y porque es posible medir los tabiques de las aulas adyacentes y ver que nos han escamoteado parte del instituto. Sin embargo, no tiene puertas ni ventanas ni trampillas. No se puede acceder a ella por ningún sitio. «¿Como la cámara de los horrores de Harry Potter?». Así es, más o menos, salvando las distancias entre Hogwarts y nuestro viejo y querido instituto. «¿Y nunca habéis probado a entrar? ¿Y si esconde algún secreto? ¿Y si está llena de explosivos o de cadáveres?» «O de fantasmas», apostillo, y acto seguido, con un golpe de inspiración: «La verdad es que da miedo quedarse por las noches en este instituto. Se siente uno como vigilado. En las aulas que hay junto a la habitación cerrada ocurren cosas muy raras. Unas formas fosforescentes se mueven en las pantallas de los ordenadores apagados. A veces hay cambios bruscos de temperatura, olores extraños…»
Observo las expresiones fascinadas de los jóvenes del taller. Mi hijo está en la primera fila. Tiene 14 años, pero en su cara veo el mismo asombro de cuando era un niño pequeño y le leía cuentos antes de dormir, o los inventaba para él. Esto es lo que hay en los libros. Como dijo Lope de Vega, «quien lo probó lo sabe». Lope hablaba del amor, pero viene a ser lo mismo.
A vosotros, los chicos y chicas del taller de los miércoles, y a las profesoras que os acompañan, está dedicado este artículo.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 24/4/2009
viernes, 17 de abril de 2009
El vampiro del museo

Establezcamos un par de hechos desde el comienzo: soy un vampiro y vivo en la ciudad de Albacete. Aunque ya empiezan los problemas, pues el verbo «vivir» no resulta adecuado en mi caso. Tal vez debería decir «habito en la ciudad de Albacete». Y me consta que puede parecer un sitio insólito como lugar de residencia de alguien de mi especie. Ustedes lo saben por el cine y la literatura: los vampiros preferimos las regiones agrestes y montañosas del corazón de Europa. De allí proceden nuestras estirpes ancestrales y es allí, sobre cumbres yermas y azotadas por la tormenta, donde se encuentran los solares de nuestros antepasados. Para visitar el mío deben viajar a los Alpes bávaros. Aunque supongo que lo que provoca su curiosidad no son mis orígenes, sino el desusado lugar donde he fijado mi domicilio en los últimos tiempos.
Si tomé la decisión de mudarme no fue porque me sintiera a disgusto en mi hogar anterior. De hecho, el castillo de mi familia se encuentra en un valle de lo más pintoresco, rodeado de bosques y encantadoras aldeas. Fue restaurado con fines turísticos, y aunque abre sus puertas al público seis días a la semana, los visitantes no interferían en absoluto con mis hábitos nocturnos. Cierto es que Alemania ya no es lo que era, y he de reconocer que mi país natal ha perdido buena parte de su encanto y de sus tradiciones. Pero en general resulta un país apacible y respetuoso de la ley, lo que en absoluto puede decirse de su ciudad, si me perdonan la franqueza.
Cabría suponer que en este lugar donde ahora vivo (es decir, «habito»), una ciudad de modesto tamaño, enclavada en una zona agrícola y apartada de los grandes núcleos de población, sería posible encontrar la tranquilidad y el silencio que tanto apreciamos las criaturas de la noche. Craso error. De día atruena el tráfico y rugen las obras, aunque eso a mí poco me importa, dado que paso las horas de sol dormido dentro de mi ataúd y ni siquiera un terremoto podría despertarme. Lo verdaderamente inexplicable es lo que ocurre tras la puesta de sol, cuando los de mi especie emprendemos nuestra jornada con la razonable esperanza de poder desarrollar nuestra actividad nocturna con cierto grado de sosiego. Pues bien, nada en las noches de esta endiablada ciudad invita al sosiego, ni los cientos de bares donde la música suena a todo volumen, ni las terrazas donde un ejército de noctámbulos perturba la paz, ni las manadas de adolescentes que destrozan el silencio y el mobiliario urbano. Todo ello ya resulta disuasorio para quienes gustamos de rondar por la ciudad en la única compañía de nuestra sombra y de la luna. Pero aún se complica más dadas las peculiaridades de mi dieta. Siempre me consideré un gourmet entre los míos y jamás he probado sangre que no provenga de una muchacha joven, y a ser posible doncella. Dados los tiempos que corren, el requisito de la doncellez queda descartado. Lo que me irrita sobremanera es la imposibilidad hincarle los colmillos a una jovencita que no lleve varias copas de más, especialmente los fines de semana. Esto me provoca violentas intoxicaciones etílicas y dolorosas resacas, y me hace anhelar aún más que acabe esta no-vida, esta dolorosa existencia que me abruma desde hace demasiados siglos.
Y así llegamos al meollo de mi historia, el motivo por el que decidí mudarme a un lugar tan extraño e inhóspito como éste (y les aseguro que no tuvo nada que ver con el simpático detalle del murciélago en el escudo). Cierta leyenda afirma que el único modo de acabar con un nosferatu es clavarle una estaca en el corazón. Esto, naturalmente, no es más que una burda mentira urdida por algún novelista de tres al cuarto. En realidad, para darnos muerte basta con hundirnos una hoja de acero en el pecho. En esto no somos distintos de los mortales. La diferencia es que con nosotros no sirve cualquier cuchillo, sino uno cuya hoja posea unas características muy especiales. Un cuchillo entre un millón. Y por ese motivo he terminado aquí, en esta ciudad provinciana y ruidosa que, sin embargo, es una de las capitales internacionales de la cuchillería. Mi propósito es dar con el cuchillo o navaja o puñal o machete que me permita abreviar mis días de una vez por todas, y encontrar así el descanso eterno que tanto anhelo. En mi castillo bávaro supe de la inauguración de este pequeño museo y me apresuré a venir para fijar aquí la que espero sea mi última morada.
He cruzado océanos de tiempo para llegar a Albacete y a su museo de la cuchillería, aunque nadie se haya apercibido de mi presencia, pues el sigilo es uno de mis hábitos más arraigados. Pero si acuden a la casa de Hortelano tras la puesta de sol, tal vez puedan vislumbrar mi silueta melancólica tras los góticos ventanales. Cada noche tomo una navaja o cuchillo de las vitrinas y la hundo con decisión en mitad de mi pecho. He probado ya con varios cientos de las piezas que se exponen, de momento sin fortuna. Pero no pierdo la esperanza. Aún son miles las hojas de acero que esperan para tener su encuentro íntimo con mi corazón de vampiro. Es cuestión de tiempo y de paciencia. Por suerte, ando más que sobrado de ambas cosas.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 17/4/2009
lunes, 13 de abril de 2009
La Pasión según Mateo

«La Semana Santa ya no es lo que era», declaró Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, ante la comisión reunida en pleno. Y todos asintieron gravemente al oír aquella verdad irrefutable. Sólo los cofrades más veteranos recordaban los días en que la Semana Santa se vivía como Dios manda, en silencio y penitencia. Dentro de los hogares enmudecían los aparatos de radio, y los escasos televisores eran púdicamente cubiertos con unas faldas de mesa camilla. Las iglesias, por supuesto, reventaban de fieles que visitaban los monumentos o asistían a las celebraciones litúrgicas, y la gente se apiñaba en las aceras para no perderse detalle de las procesiones, y no como quien presencia un espectáculo taurino, sino con el fervor y recogimiento propios de fechas tan solemnes. Al paso de los desfiles, los únicos ruidos eran el redoble de los tambores y el agudo lamento de las trompetas. Si acaso, alguna saeta o algún viva a la Macarena o al Cristo de Medinaceli, expresiones plenamente aceptables del fervor popular. Los devotos permanecían en pie durante horas, inmóviles, silenciosos, sobrecogidos. Si algún niño protestaba porque le dolían los pies, se le hacía callar. Y luego todos al vía crucis o al oficio de tinieblas de la Catedral, y desde allí derechitos a casa para seguir rezando y ayunando. Ay, pero eso era antes, hacía muchos años. Porque ahora la gente ya no pasaba la Semana Santa con Cristo, sino en Disneylandia con el pato Donald, o aún peor, en las playas caribeñas tostándose el lomo. Los que se quedaban despotricaban de las procesiones y decían que no se debería permitir que una pandilla de idiotas encapuchados se apoderara de las calles. Y los pocos que aún asistían a los desfiles se habían olvidado de la fe y hasta de guardar las formas, y veían pasar a los Cristos y las Vírgenes entre risas y chascarrillos, como quien ve un desfile de gigantes y cabezudos. En cuanto a los nazarenos, antaño genuinos penitentes, no eran ya sino una tropa de mozalbetes que no distinguían una procesión de un botellón. «No, señores», insistió Mateo Iniesta, presidente de la Junta de Cofradías, tras completar el calamitoso panorama, «la Semana Santa ya no es ni por asomo lo que era. De modo que algo hay que hacer». Y todos asistieron gravemente mientras murmuraban: «Desde luego que sí, algo hay que hacer».
Las actas de aquella reunión no recogen de quién fue la idea, y tampoco los testimonios de los presentes arrojan luz sobre el particular. Afirman que, más que una ocurrencia individual, aquello fue una iluminación colectiva, como si de repente le hubiera aparecido a cada uno una lengua de fuego encima de la cabeza, o como mínimo una bombilla de 50 vatios. Sabemos, no obstante, que los miembros de la comisión semanasantera dedicaron toda la noche a discutir los pormenores. No lograban ponerse de acuerdo, por ejemplo, sobre qué cofradía debía ser la distinguida con el grandísimo honor. Parece que incluso hubo un conato de pelea entre los presidentes de las dos hermandades más veteranas, ya que ambas consideraban que sus merecimientos eran mayores que los del resto. Finalmente, y con ánimo de evitar que la sangre llegara al río, se decidió rezar un rosario para pedir la intercesión de la Virgen. En vista de que ésta se resistía a interceder, al despuntar el alba procedieron a jugarse a los chinos el privilegio de ser los primeros.
Y así fue como la noche de Viernes Santo, cuando la procesión acababa de formarse, los mandamases de la cofradía afortunada ordenaron a uno de sus miembros que abandonara las filas y se colocara en cabeza de la formación. Aunque llevaba la cara tapada, cabe suponer que el hombre puso gesto de sorpresa, lo que resulta natural si pensamos que nadie le había advertido de lo que le esperaba. En cualquier caso, tampoco tuvo tiempo para reaccionar, ya que de inmediato lo despojaron de su capirote, de su túnica y hasta de su ropa. Y así, vestido tan sólo con un pequeño taparrabos que apenas le cubría las vergüenzas, procedieron a flagelarlo a la vista de todos. Después se le coronó de espinas y se le hizo cargar con la pesada cruz que tendría que transportar hasta el final de la procesión. Se cuenta que nunca antes, ni siquiera cuando la Semana Santa era como Dios manda, hubo desfile que se viviera con más devoción y recogimiento, y eso que la noticia había corrido como la pólvora y el público había acudido en masa para no perderse el espectáculo. Como era de esperar, el momento culminante llegó al final, cuando el elegido fue clavado en la cruz, y ésta solemnemente plantada ante la puerta de la catedral. Ni el más leve murmullo surgió de la muchedumbre congregada para presenciar el desenlace del drama, que no por esperado resultó menos impresionante. «Consumatum est», proclamó Mateo Iniesta plantado ante la multitud, que había contemplado los últimos estertores del desventurado con una mezcla de fascinación y espanto. «Ahora id y rezad». Y sin pronunciar una palabra, los miles de espectadores de la procesión de aquel año se dirigieron en masa hacia la catedral, suponemos que para rogarle a Dios que los librara de ser los elegidos el año siguiente.
Publicado en La Tribuna de Albacete el 10/4/2009
sábado, 4 de abril de 2009
El día de la Bestia

El periodista Mikel Rodríguez se encontraba en la cima de su carrera. Con más de cinco millones de espectadores, su programa Cuarto sexenio arrasaba en la parrilla televisiva, lo que lo había convertido en el auténtico heredero del doctor Jiménez del Oso, santo patrón de los investigadores de lo paranormal. Los ovnis, las apariciones fantasmales, el monstruo del Lago Ness, la composición de las hamburguesas de McDonald’s y otros enigmas de similar cariz eran abordados en su programa con la misma naturalidad con que los telediarios desglosan las listas del paro. En los últimos tiempos el periodista centraba su atención en el apasionante tema de los secretos de la iglesia católica. Acababa de destapar, por ejemplo, un plan del Vaticano para acabar con los últimos ejemplares de lince ibérico, pues ciertos documentos antiquísimos señalaban al animalito como emisario de Satán, junto con el macho cabrío y el mosquito común. Y ahora preparaba un libro sobre el misterio de las advocaciones marianas, y se jactaba de haber visitado cada parroquia o catedral que albergara alguna de ellas, por remota o exótica que fuese. Todas menos una, a decir verdad. Por un motivo o por otro, el periodista no había tenido tiempo aún para acudir a la catedral de Albacete, donde se veneraba la imagen de la Virgen de los Llanos. Puesto que el libro ambicionaba ser una obra exhaustiva, el investigador decidió no aplazarlo más y tomó el tren, que lo depositó en Albacete en un pispás.
A Mikel Rodríguez le resultó frustrante encontrar la catedral de Albacete cerrada por obras, aunque su fama le franqueó pronto la entrada merced a un permiso especial del señor obispo, quien en secreto leía las novelas de Dan Brown y era espectador asiduo de su programa. Mikel comprobó que se trataba de un templo de modestas dimensiones, y que la profusión de andamios y operarios con mono y casco daba fe de los trabajos de restauración que se estaban llevando a cabo. Entonces se volvió hacia el párroco, un cura vestido con sotana y equipado con un casco negro a juego, y se dispuso a preguntarle por el paradero de la venerada imagen, que a buen seguro habría sido retirada de su capilla para salvaguardarla de las obras. Pero entonces el periodista se fijó en los muros semiocultos tras los andamios, y se dio cuenta de que estaban completamente cubiertos de pinturas, un abigarrado conjunto de escenas bíblicas y alegóricas que le recordó mucho a los cómics que devoraba en su juventud. «Se pintaron a finales de los 50», le explicó el párroco como disculpándose. «El artista fue un colega mío, un sacerdote de Ayora, aunque me temo que el pobre trabajó con más entusiasmo que talento. Pero ya nos hemos acostumbrado a estas pinturas y la gente les ha tomado cariño.»
Verdaderamente, la calidad pictórica de las escenas representadas dejaba mucho que desear. Los colores predominantes eran el azul celeste, el rosa y los tonos pastel, la perspectiva sencillamente no existía, y apenas era posible localizar una sola figura que poseyera las proporciones correctas. Sin embargo, al menos por lo que dejaban ver los andamios, se apreciaba cierto tremendismo morboso en las escenas que Mikel Rodríguez encontró muy de su gusto. Había una representación de un infierno muy parecido a las Fallas de Valencia, con un montón de cuerpos despanzurrados que recordaban a las escenas del holocausto nazi. Y también un mural que representaba el Apocalipsis, con los cuatro jinetes haciendo de las suyas, un mar embravecido y, al fondo, la fantasmal silueta de un hongo nuclear.
Y fue entonces cuando Mikel Rodríguez sintió que sus músculos quedaban paralizados y que un grito de horror le atenazaba la garganta. Porque su entrenado ojo de investigador de lo oculto acababa de revelarle lo que nadie había sido capaz de ver hasta el momento. Aquella escena que cubría el muro era mucho más que una pintura mediocre. Se trataba de una visión, una revelación que equiparaba al difunto cura de Ayora con el mismísimo apóstol San Juan, autor del libro del Apocalipsis. Sólo había que tener cierta experiencia para interpretar los símbolos y señales que abundaban en la imagen, pero la historia que contaban no dejaba lugar a dudas: el Día de la Bestia estaba próximo; el nacimiento del Anticristo iba a tener lugar muy pronto, allí mismo, en aquella pequeña ciudad manchega, y su madre iba a ser una mujer local. «Qué astuto es el Maligno», se dijo el periodista. «Siempre aparece donde uno menos se lo espera.» Porque la madre del Anticristo no iba a ser una mujer joven, y mucho menos una virgen, sino una señora de la Obra, madre de familia numerosa y militante antiabortista. La Bestia aullante iba a ser el más joven de sus vástagos, y su nombre sería Federico. Todo estaba anunciado sobre los muros de la catedral, y Mikel Rodríguez pudo paladear la gloria que su descubrimiento iba a reportarle. Lástima que apenas le quedara tiempo para disfrutarla, porque las puertas del infierno iban a abrirse de par en par y todo estaba a punto de irse al carajo. «Ejem, padre», dijo el periodista en pleno arrebato de pánico. «¿No tendría usted un ratito para oír a un pecador en confesión?»
Publicado en La Tribuna de Albacete el 3/4/2009